A la dependienta amable

Ayer, cuando el día empezaba a ennegrecer y me disponía a desayunar en un supermercado de los que tienen ahora las gasolineras, algo hizo que las aguas volvieran a su cauce. Alguien, para ser más concreto. Una señora, dependienta de la zona de la panadería. En un mundo en que, según dicen los diarios y la vox populi, todos vamos a lo nuestro, esa buena persona volvió a darme razones para pensar que no, que no es verdad. Rápidamente. Éramos tres haciendo cola, con nuestra cara mustia de puro sueño y calor. Y entró un gigantón extranjero (del norte de Europa, supongo) que, con acento que le delataba, me preguntó: "¿calle Ferrer?". Iba con un camión y necesitaba llevar ciertas mercancías. No supe responderle. Pero aquella señora vio que hablábamos y, dejando la caja al instante y ayudada de gestos, le describió el camino. Al ver su cara de inquietud, comprendió que no había entendido nada y, tras un amable, "perdone, que sivo los cafés y ahora le atiendo", nos puso la reconfortante bebida. Y, lo que pasa siempre: el bien es difusivo. Al instante, el hombre que tenía detrás de mí se puso a hablar con él en su idioma y a ayudarle. En esas, la buena dependienta ya había ido por una guía de la ciudad y volvía con un papel y un boli. Supongo que el hombre encontró la calle y repartió lo que debía. Pero se llevó, lo más importante, una buena atención humana. A esa señora, le pondría yo un monumento, por ser ambale y contagiar esa amabilidad.

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