En la Contra de hoy, la neurobióloga Susana Martínez-Conde, se define atea, porque, arguye, "el alma no existe". Al final, entrevistadora y entrevistada dicen, con total sinceridad: "Hablamos un par de horas hasta llegar a la gran pregunta: si tenemos la capacidad de observar nuestros propios pensamientos, ¿quién es el observador?". Y ahí responde la neurobióloga: "Ese es el mayor misterio en neurociencia, el santo grial". Pues bien, ahí entra Dios: en ese misterio, que es demasiado grande y demasiado pequeño para la ciencia. El alma no es tangible ni cuantificable, y a eso se dedica la ciencia. Su método es matemático y su campo, cerrado, es lo medible. Ahí, colocada por nosotros, trabaja cómodamente y con éxitos. Pero nada puede decir de lo que es cuantificable, pero algo más; medible, pero algo más; físico, pero algo más: metafísico. Así se ha llamado a la disciplina que estudia, entre otras realidades, el alma. También la literatura con sus grandes poetas cumbres nos dice al respecto lo indecible. Ahí van los versos de Juan Ramón Jiménez, que se acercan, a mi modo de ver, a la autoconciencia no al modo científico o metafísico, sino como descubrimiento.
Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo;
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.
Yo no soy yo.
Soy este
que va a mi lado sin yo verlo;
que, a veces, voy a ver,
y que, a veces olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea por donde no estoy,
el que quedará en pie cuando yo muera.
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