En unos cuantos artículos recientes, también en este diario, se leen algo parecido a soluciones al mal de la Iglesia, como si ésta fuera una agrupación de curas y obispos, con un hombre de blanco a la cabeza que no sabe siquiera dónde tiene la mano derecha. Pero no creo que casi ninguno de los que las proponen hayamos leído las que la propia Iglesia ha dispuesto para sí misma. Por ejemplo, los documentos del Vaticano II; por ejemplo, la Carta a los cristianos de Irlanda. Casi puedo ver la risita burlona del lector. También hay quien, en un alarde de imaginación, propone que la Iglesia cambie sus formas, anticuadas. Es, probablemente, uno de los eufemismos más estúpidos que puede decirse sobre la Iglesia. Salta a la vista que una institución cuyo fundador murió clavado en una Cruz y abandonado de todos, para luego resucitar, no está muy pendiente del marketing. La Iglesia es de las pocas instituciones fieles a su mensaje, duro de oír y practicar pero paradójicamente sano, como la amarga medicina. Pocos hablan ya con fundamento de la dignidad de todo hombre en todo momento; de moral, de rectitud. ¿Son cínicos y falsos si luego fallan? No, sólo hombres: barro al que hay que corregir. Muy lejos ha llegado el engaño de que todo va siempre bien si quiero; o de que eso está bien o mal para ti y demás del estilo. Decirle a alguien que algo está mal cuesta: lo fácil y agradable es callar. Pero es cobarde. La Iglesia todavía cree que hay cosas buenas y malas, por eso seguirá siendo odiada hasta el fin de los tiempos. Y, gracias a Dios, el Papa sí sabe qué hacer, aunque no sepa qué van a hacer con él. Me consta que le importa un pito: así lo dijo en una de sus últimas homilías. Pero para saberlo hay que leerla.
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