Metámonos en la escena: sumido en un laberinto de ropa inclasificable (de deporte, para más señas) que cuelga de perchas, un hombre busca algo. Entre empujones (leves, pero empujones) y fragmentos de conversaciones más o menos similares ("Esto no te entra, ¿no lo ves?" o "ya tienes uno: deja ése ahí.."), la cabeza empieza a rodarme: no sé qué narices hago yo en esa tienda con un papelito que dice, explícitamente, qué prenda, color, marca y subespecie debo comprar... Nada: no hay manera. Y ahora, el detalle. Supongo que mi cara habla (o grita, según) y un dependiente de apariencia algo tosca se me acerca y me pregunta: "¿Le atienden?". ¡Me habla de usted! ¡Se dirige a mí! Me apresuro a explicarle parte de mi problema. "Sí, claro: está allí. Venga conmigo". Y me lo da. A mi "gracias", responde con un "de nada" sonriente. No lo he soñado. Son esos detalles los que animan cualquier día. Aunque, por cierto, al destinatario de la prenda le venga pequeña. Habrá que volver.
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