El niño que ayudó a los Reyes: (cuento navideño tierno)

Jacinto era, para su tierna edad, muy espabilado. Con seis añitos en sus espaldas, nadie conocía mejor que él la combinación de autobuses para llegar a cualquier lugar. Aunque apenas pasaba del metro de altura, su cerebro estaba desarrollado como el de un ingeniero de los de antes. A pesar de todo, por encima de inteligente, era listo. Y eso es harina de otro costal.

Sus padres, dos humildes trabajadores del estado, no estaban más satisfechos de él porque no podían. Su satisfacción debía ser repartida entre sus otros cinco hijos, a cual más sensato. No vamos ahora a destacar a los demás hermanos, porque sería impropio de un cuento navideño.  De todos modos, conviene decir que Matilde, la hija mayor, respondía al apodo de Tilde, por una comprensible y poco original abreviación, y por una corrección ortográfica impropia de sus trece años. Era terrible. En lo que a ortografía se refería, no dejaba títere con cabeza. “Es que así no hay quien viva: ¡hastío con tilde, que es hiato!”. Y sabía lo que se decía: empedernido, taciturno y cerril eran, junto con hastío, las palabras de nueva adquisición que más usaba por aquellos entonces. Diremos, como resumen, que todos eran la viva imagen de su abuela Gertrudis y su abuelo Juan; esto es, un dechado de virtudes encarnado, vivito y coleando.

Volvamos ahora a Jacinto. Se acercaba la noche de reyes, una de las más esperadas por los miles de niños que pueblan la faz de la tierra. Los ojos negros de Jacinto mostraban más sorpresa e indignación que alegría contenida. “Veamos si son Reyes Magos o no. Nadie sabe mejor que yo lo que deseo de veras. Mi buen Pourryfly lo tiene todo preparado. Sólo Dios es testigo de mis esfuerzos por prepararle una buena casita. Bueno, y Enrique, el pesado”. Enrique era el pecoso y, al decir de Jacinto, pesadísimo hermano mayor de éste. Con la concienzuda visión de la realidad que le daban sus doce años, no dejaba de repetirle con sorna que un camello no cabría en aquella casucha. Era esa palabrota, casucha, la que sacaba de sus casillas a Jacinto. “¡Qué sabrá él, si no ha visto un camello en su vida! Yo, sin embargo, he hojeado cientos de libros. Bueno, no cientos, pero no menos de treinta. Sí cabrá. Además, los Reyes, ¿son o no son magos! Pues que me traigan uno de tamaño apropiado”. 

Tras las últimas oraciones, que su madre recitaba al pie de su mullida cama, Jacinto cerró los ojos con fuerza y se dirigió con ilusión a los Reyes, no sin antes echar una última mirada a la carta de ese año, colgada y adornada en su armario. En ella se leía, con letra infantil aunque inmensa, una sola palabra, incomprensible para sus padres: “Pourryfly”. “Queridos Melchor, Gaspar y Baltasar. Confío en vosotros. Sé que mi madre y mi padre son buenos y me han enseñado a portarme bien. Yo hago lo que puedo. Miradla: es buena, y no tiene ni idea de qué es Pourryfly. Ni vosotros. A ver cómo os las apañáis. Por mi parte, prometo no chinchar a mis hermanitos y comerme todo lo que me ponen en el plato. Amén”. Aunque eso no lo debería saber, lo sé: Jacinto estaba durmiendo al acabar esta oración, que le pareció piadosa y humilde. Después de darle un beso en la frente y mirar por última vez la carta de su hijo, su madre apagó la luz de la habitación y salió.

La gente no suele creer lo que entonces pasó: sólo quienes leen este cuento saben que es verdad. Jacinto, inmerso en un profundo y dulce sueño, montaba sobre un precioso camello, a quien no paraba de llamar por su nombre. Pourryfly, con un extraño y cariñoso ruido parecido a un mugido, le respondía cada vez con evidente alegría. De pronto, Pourryfly empezó a elevarse y a correr por los aires. “¡Puedes volar!”, gritó Jacinto, abrazado a su camello. Un solemne y más alegre mugido, que Jacinto tradujo por “pues claro, Jacinto”, llenó el bosque por donde habían estado paseando. Y así fue como Jacinto subió al cielo en un camello, que seguía la voz de los tres Reyes. Melchor, Gaspar y Baltasar le esperaban en la puerta del cielo, sonriendo, al lado de San José, de la Virgen María y del Niño Jesús.

—Jacinto, hijo mío, ¿no saludas a tu madre?
La Virgen María sabía de sobras que Jacinto no podía creer lo que sus ojos veían. “¡Qué guapa es!”.
—Tú también eres muy guapo… dijo Ella sonriendo.
—Cómo sabes lo que he pensado?
—Porque aquí no se habla, sino que se piensa… en voz alta —dijo San José, que tenía al Niño Jesús en brazos.
—Me lo dejas coger un rato? —preguntó Jacinto al ver que le miraba con los brazos abiertos.
—Pues claro. Ten cuidado.
Y Jacinto lo abrazó y lo meció hasta que se quedó dormido. La Virgen lo cogió y lo metió en una cuna que sorprendió mucho a nuestro protagonista.
—Pero eso, ¿no es un pesebre? Ahí comen los animales, ¿no?
—Ahí es donde nació —respondió San José—. Y yo me lo traje al cielo cuando vine. Es un recuerdo muy bonito, ¿no crees?
Como Jacinto no respondía, Melchor se le acercó y le preguntó al oído:
—Jacinto, ¿te ha gustado el paseo con Pourryfly?
¿Cómo lo sabían? Poco tardó Jacinto en darse cuenta de que todo era verdad: ellos trabajaban para el Niño Jesús que, a pesar de no ser más que un niño, era Dios y lo sabía todo.
—Así es —añadió Gaspar—. Él nos lo dijo.
—Pero si no habla… Es muy pequeño para eso.
—Pero lo sabe todo, y habla al corazón —dijo Baltasar, sonriendo—. Por eso tenemos que hacerte una pregunta. Melchor…
—Jacinto —dijo el barbudo Melchor, tomando la palabra—, tenemos presente que te gusta Pourryfly. Y lo montas bien, todo hay que decirlo —Pourryfly, que miraba a distancia todo lo que sucedía, como si lo comprendiera, mugió para asegurar que aquello era verdad, y que, además, él estaba muy contento con su nuevo amo—. Pero…
—...pero no puedo quedármelo, ¿verdad?
—No exactamente, Jacinto. Pourryfly es un camello muy grande para la casita que le has preparado.
—Así que…
—Sí: Enrique tenía razón.
—Me he portado mal con él. Pero todavía tengo tiempo para hacer una casa más ancha y alta…. Puedo despertarme y trabajar las horas que quedan. ¿Qué hora es?
—Jacinto —dijo San José—. Hay otra razón por la que te hemos traído aquí, y por la que no tal vez no puedas llevarte a Pourryfly. ¿Recuerdas cómo aprendiste a leer?
—No —respondió, sorprendido.
—Fue la señorita Lourdes quien te enseñó. Ella está aquí. ¿Recuerdas algún cuento?
Jacinto se sonrojó poco a poco. San José lo sabía todo. No había necesidad de hablar más. Todos allí sabían ya que Pourryfly era el cuento que más veces había oído de boca de la señorita Lourdes. En él, un camello volador ayudaba a los Reyes Magos a repartir los regalos de reyes. Pero había aún una cosa que no comprendía.
—No, no te quedarás sin regalos —susurró La Virgen, acariciándole y revolviéndole el pelo—. Esta noche vas a ayudar a los reyes a repartir los regalos, siempre que ellos te dejen…

Con una sonrisa de oreja a oreja, Melchor abrazó a Jacinto y exclamó:
—¡Será un placer! Pero, María —dijo— ¿no pasará algo de frío?
En ese momento, Jacinto notó cómo, con gran delicadeza, le ponían un abrigo en los hombros. Y al girarse vio, sonriente como siempre, a la señorita Lourdes.


Si te ha gustado, cómprate el libro: aquí. O aquí, en portada gorda

Comentarios