Sería a finales del s.XIX. En un tren matutino, un universitario fogoso y audaz observa con incredulidad cómo un anciano reza piadosamente su rosario. El jovenzuelo no puede más y le espeta:
"Pero oiga, ¿qué hace rezando? ¿Por qué seguir aún anclado en la simple superstición cuando la ciencia se ha encargado de demostrar sobradamente que Dios no existe?".
El distraído anciano levanta la mirada. El joven retoma su bienintencionada embestida verbal, por ver si hace un prosélito:
"Mire, señor, yo soy universitario, como ve. Y sé de lo que hablo...".
Pero el anciano, de barba cana, se levanta. Ha llegado a su estación. Antes de bajar, sonríe al jovenzuelo y, dándole una pequeña tarjetilla, guarda su rosario y le anima a ponerse en contacto con él:
"Me interesa mucho su punto de vista, querido joven amigo. Pero debo bajar aquí. Llámeme".
El chico le devuelve la sonrisa, que llena su cara. Poco después, esa cara se llenará de estupor al leer las pocas palabras que contiene aquella cartulina: "Louis Pasteur. Instituto Louis Pasteur", y la dirección. (Algunos dicen que el chico se tragó la tarjetilla, y su carpeta de universitario. No sé yo.)
Explico esta anédocta -con algo de salsilla- porque acabo de leer en la primera página de un libro ("Dios y la ciencia", de Jean Guitton, otro ilustre francés, filósofo) una frase del propio Pasteur y me ha venido a la cabeza este sucedido que se explica de él. Ahí va la frase: "Un poco de ciencia aleja de Dios, pero mucha devuelve a Él". Como para enmarcarla. Al menos, en la cabeza.
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