Ayer viví una experiencia cima. (Se dividen las experiencias, como el lector sabe, en muchos grados. Pero van de sima a cima). Fui, durante poco rato, a Barcelona, a hacer una visita muy especial.
De camino, vi a dos o tres premonitorios adolescentes con un peto nada discreto, en el que se leía (en catalán) "hazte amigo de la gente mayor". Y de hecho, estaban rodeando a un señor mayor, en plena calle y dándole conversación. El buen señor regalaba, al menos cuando pasé por delante, una sonrisa de oreja a oreja. "Buena cosa", pensé.
El caso es que yo me dirigía con dos quinceañeros y un sacerdote a visitar a una señora de 80 años, enferma de cáncer, a su casa. La señora Emilia. No había ido nunca. Nos llevó a la casa un sacerdote, que la conoció por la calle. La buena señora Emilia es una octogenaria enferma, soltera, que vivía con sus hermano, también soltero, hasta que enfermó y se lo llevaron a otro lugar. Anciana ya, la señora Emilia apenas puede salir de casa. Le cuesta andar de lo delgada que está y tiene las manos infladas, sobre todo la izquierda. Eso le impide desde hace 20 años dedicarse a su pasión: tocar el piano. Su casa muestra a las claras que dedicó mucho tiempo y esfuerzo al piano. Ahora, ni sus familiares se preocupan por ella. Una chica la ayuda muy a menudo. Y el sacerdote que nos acompañó. A decir verdad, yo estuve poco tiempo: les dejé, hice un par de recados, y volví para recogerles, momento en que pude subir y estar un ratillo. Me bastaron esos minutos para ver que la señora Emilia está sola, tiene la cabeza clara, y es una anciana amable como las arrugas que le llenan las comisuras de los ojos.
Durante el rato en que estuvieron con ella, le compraron unos zapatos, chapurrearon las tres palabras en chino que están aprendiendo estos días de verano, ensayaron una canción en piano y escucharon lo que ella tuviera que contar. Y todo entre broma y broma, porque a la señora Emilia, que iba perdiendo años a cada segundo que pasaba, le brillaban los ojos de pura alegría.
Quisiera acabar con los zapatos. "Cuando me llaman, me preguntan si necesito algo y me dice que si tengo alguna necesidad, que lo diga. Yo les digo: "unos zapatos". Y nunca me los traen". Por eso se los compraron.
Al irnos, el sacerdote comentaba: "¡cuánta gente sola debe de haber como la señora Emilia, en sus pisos!".
No había ido nunca, repito. Pero pienso volver.
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