Profesores

Ahora que comienza el colegio, me ha venido a la cabeza algo que me sucedió hace años. 

Era final de curso y no estaba yo trabajando allí. Fui un momento a hacer un par de recados. En el ínterin, vi a varios profesores. Me sorprendió —es un decir más bien retórico: ya sabía que él era así— la conversación que tuve con uno de ellos, que se jubilaba aquel año. 
Después de un efusivo saludo, y de interesarse por mis cosas, me explicó en qué estaba metido en ese momento: 
    Pues ya ves, aquí, preparando las clases de historia. ¡Se van a enterar! ¡Que vean qué fue la creación de los estados y los imperios!— o lo que fuera. Pero con la ilusión y dedicación del primer día. 

Vamos a ver, objetivamente: ¿tenía que preparar la clase un hombre que lleva toda su vida explicando historia y que lo hacía como si fuera un cuento? 
Pues, si no quiere dormirse en los laureles y vivir del pasado, o aburrir, sí. Por eso explicaba tan bien, y por eso era uno de los profesores más queridos, a pesar de ser muy exigente. Ese "a pesar de", salta a la vista, es un error. 
La exigencia fue, probablemente, uno de los causantes de su buena fama. 

Y todo esto porque, al pensar en ello estos días, me viene a la cabeza muy a menudo la siguiente frase, que tenemos colgada en el corcho del despacho:
"Profesor: que te ilusione hacer comprender a los alumnos, en poco tiempo, lo que a ti te ha costado horas de estudio llegar a ver claro."
Es el 229 de Surco, un libro de espiritualidad (de las que cuentan con el trabajo) de San Josemaría. 
Toma del frasco, Carrasco.

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