He aquí una lapidaria frase que leí ayer:
"La enfermedad no frustra una vida; sólo la frustra la falta de amor"
Un buen ladrillo, ¿eh?
Digámoslo de modo más llano, en un ejemplo que espero que todos hayamos vivido. Mi padre, y mi madre, me acariciaban la cara con un algodón cuando me hacía algún rasguño de poca monta. Y cantaban, con todo su cariño y con una sonrisa en sus labios, aquella canción infantil: "Sana, sana, sana, culito de rana, si no sana hoy, sanará mañana".
O en otro que tal vez no tantos hayan podido ver. Cuando los chicos añoraban a sus padres en el primer día del campamento, iban corriendo a los monitores para comentarles, entre lagrimones, que no estaban bien. El experimentado monitor lo miraba, le entendía a la primera, y le enganchaba con esparadrapo una pastilla en la frente. Y el chico sonreía y se iba tan pancho, porque después se le explicaba que sus padres estaban bien, y que también él se lo iba a pasar de fábula.
Conclusión: el dolor, llevado con otros, duele menos.
A mis padres ya les he sacado a escena. ¿Y Abidal? Bueno, sus declaraciones sobre cómo superar su enfermedad son preciosas: "Creer mucho en Dios, rezar mucho y tener la ayuda de gente detrás". Su primo, por ejemplo.
Llevado al extremo: quien desea morir es, quizás, porque no se siente querido. Sentirse amado (y no sólo serlo) es la mejor manera de sentirse útil.
(Alguno dirá quizás que Abidal no es católico. Tanto da: reza a Dios. Es decir: confía en Alguien todopoderoso y personal que cuida de él, y le pide que siga haciéndolo. Eso es 100% posible para todo hombre.)
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