El Escorial II (o "Educadores sociales III o cualquier otra cosa)

Señoras y señores, la cosa fue como la voy a contar. Guste o no. No pienso exagerar ni una centésima de gramo. Queda claro, por tanto, desde el minuto uno el cariz del post.

El Escorial, un edificio.
Ojo, en primer lugar, con la foto de El Escorial. Hecha en un día bonito a un bonito edificio. Lo normal es que salga bonita. Pero el programa hace panorámicas uniendo minifotografías.
Y pongo la foto de El Escorial porque allí se cometieron los hechos que ahora paso a describir de modo sucinto...

Como ya he comentado en algún post anterior, a nuestras salidas culturales nos viene acompañando habitualmente Rubén, un amigo que estudió y explica Historia del Arte. Pues bien, nos reunimos en la puerta a las 17:00. A decir verdad, antes: había cola porque a partir de esa hora, era gratuita la entrada. Por allí pululaban cinco o seis guías, alguno de los cuales nos dijo que era obligatorio llevarles con uno para hacer la visita. El precio se incrementaba lo suyo. Nuestra respuesta, ingenua y despreocupada, fue: "ya llevamos guía".
Y entramos. En el primer patio, comenzó a explicar generalidades a los seis o siete (no recuerdo bien) que íbamos con él. Otro, Víctor, arquitecto, añadía lo que creía oportuno. Y los demás, decíamos nuestra tontería, o aportábamos datos teológicos: fechas de concilios, etc. Lo normal, vamos. 

El martirio de San Mauricio
Después de la introducción, nos metimos al primer pasillo. Un cartel nos sorprendió: "silencio". Lo entendimos a lo hispano: "hablen bajito". Y digo "hispano" por no decir "normal". 
Antes de entrar en la primera sala, una vigilante de la puerta se dirigió a Rubén y le espetó:
-¿Va usted a explicar? No se puede explicar. 
-Bueno, alguna cosilla.
-No se puede hablar. No puede usted explicar nada.
Sin más.
Pasados los tres segundos de sorpresa y bloqueo, seguimos avanzando. 
Pero la cosa iba en serio. 
Se nos acercó otro vigilante a media brevísima explicación de un cuadro de El Greco, que Felipe II había rechazado porque no le cuadraba la explicación teológica que había detrás:
-No se puede explicar.
Como la otra vez, alguna otra pareja con sus dos hijas se había juntado a nuestro grupo de modo más o menos disimulado.
-Usted no puede explicar.
David, el americano de New Jersey, le respondió con su macarrónico español:
-No, no: me está contando a mí, que soy su amigo.
Pero el hombre seguía en sus trece, cual autómata:
-No se puede explicar.
-Oiga, que no soy un guía. Soy su amigo.
Rubén y Víctor se enzarzaron en una batalla intelectual con un hombre que no salía de su única frase. Tuvo un desliz y dijo: "digan lo que quieran: usted está explicando. Y ya me entiende: no se puede explicar".

Algo molestos, salimos de la sala y seguimos el recorrido. 
Más adelante, en una sala en que hay, entre otras cosas constructivas, varias maquetas de la planta del Monasterio, hicimos otro parón. Al empezar Rubén sus breves comentarios, entró otro vigilante: esta vez, una señora, portando con cierta gracia un walky-talky (o como se diga). Y vuelta a empezar:
-No se puede explicar.
-No, oiga, que estamos hablando entre amigos.
-No se puede explicar. Está usted explicando, que le he estado vigilando para decírselo ahora. 

Y lo dejamos. Avanzamos entonces una sala y apareció un hombre con camisa azul. Otro vigilante: el último.
-No se puede explicar.
Nosotros, comprensivos en parte con la situación, ya no sabíamos si llamar al orden público de verdad: aquellos que escuchan y no sólo te gritan. 

(Paréntesis, por aquello del "sólo te gritan". Entre estas dos salas, había una exposición de las grúas antiguas con que se había construido. Me impresionó una cuerda por lo gruesa. Y la toqué, sin haberme fijado en que había un cartel unos metros antes: "no tocar". Fue instantáneo: serviría para explicar qué es el segundo. Un grito, a mis espaldas. Voz gangosa y fuerte:
-No se toca.
Casi me caigo del susto, por lo inesperado.
Al poco, reaccioné:
-Oiga, creo que no soy el primero.
En efecto, la cuerda estaba más negra que un tonto. Y no por el roce del aire. David, el americano, no podía parar de reír.
Concedo que me equivoqué. Pero la señora no se quedó corta. Lo entiendo: muchas horas allí.
De todos modos, no quisiera parecer un vándalo acompañado de trogloditas en un museo)

(Seguimos en otra sala, con el vigilante de camisa azul)
-No se puede explicar.
-Oiga -dije yo, que ya estaba hasta el moño-, ya lo hemos entendido. A partir de ahora hablaremos de fútbol. Esto es ridículo: estamos delante de una obra de arte, ¿de qué quiere que hablemos?
-No se puede hablar: es un museo.

Pero, gracias a Dios, el hombre era más dialogante. Era dialogante, vamos. Y Rubén entró mejor que yo:
-Mire, yo estoy con unos amigos. Soy profesor de historia del arte...
-Pues haberlo dicho en la entrada, y le pondrían un papelito. Se lo digo porque le van a estar dando el coñazo en cada sala. Son las órdenes que tenemos.
-¿Y es tan sencillo como ir y pedirlo?
-Sí.
Yo le corté y le pedí perdón, porque no sabíamos que era así de fácil.
Después nos contó el problema real, que nos pareció normal, aunque la solución que le han dado no es la mejor: 
-Mire, es que hay mucho guía que no es guía experto, y cobra en negro. y transmite conocimientos que no son reales. 
Crucifixión de Van der Weyden
La segunda parte parecía un bigote postizo en una cara de mujer: falso como una cosa mala. Pero lo dijo. Y lo entendimos. 
A partir de ahí se giró la tortilla.
Ibamos explicando, pero después de una sencilla operación previa. Primero, íbamos al vigilante de la sala y le comentábamos, con cara de pardillo analfabeto, cualquier cosa. Cuando el hombre o mujer ya había colocado su rama del saber, nos íbamos a contemplar lo que fuere, y a explicar.

Algunas frases memorables:

-Este es el mejor Van der Weyden que hay aquí. Una maravilla. Y el de más allí, que es copia. Pero éste es el mejor. Lo malo es que ahora está retocándose. Es que se queda una mirándolo y alucina: las gotas parecen de verdad. A mí es el que más me gusta.

Y en otra sala, la de las batallas (parecido al Age of Empires), una vigilante de Córdoba, con todo su acento, nos cogió cariño y, al cabo de un rato, se acercó y nos dijo:
-A ver si encuentran al caballo gamba, a la puerta falsa, al hombre del móvil y al caballo tapiz...
Y nos pusimos, hasta que tuvimos que irnos, después de encontrar la puerta y el caballo gamba. 

A otro, que no paraba de gritar y silbar a los que asomaban un poco por un balcón, le preguntamos quiénes eran los del retrato: "son las hijas del rey", y algo más.

Lo que son las cosas.


En fin, que nos lo pasamos bien y aprendimos muchas cosas.



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