Como su nombre indica, el retrovisor sirve para ver lo que hay detrás de uno. Y los de los lados, como el de la foto, para ver lo que hay detrás a los lados. Así de simple. O sea, que uno no conduce solo. Sencillo, ¿no? Pues va a ser que no. En Barcelona, como mínimo, uno tiene que ir con los trece sentidos puestos en lo que está haciendo -conducir- a no ser que quiera provocar un accidente, o verse envuelto en él.
¿Por qué? Porque hay quien conduce -quien vive, me temo- como si estuviera solo en el universo. No miran. Y ya no digo nada del uso de los intermitentes para señalar la intención de girar. Eso ya es de máster de universo, de premio Nobel, de lo que sea...
Lo malo es que, como digo, uno tienen la sensación de que el asunto no se queda en el conducir, sino en la vida misma. Se trata de convivir, de estar algo pendientes de los demás. De ir por la calle con cara de "si necesita preguntarme algo, adelante", de ceder el paso a los demás, de mirar si cruza alguien, etc... Eso, me parece a mí, se enseña en casa: educación de la buena.
En fin, otro gallo nos cantaría.
(No siempre es así, claro. Ayer mismo, en una gasolinera, la dependiente me dice, con todo neutro y mirada simpática:
-Tantos euros.
-Tenga -y le doy la tarjeta de crédito.
-¿Tiene tarjeta Travel (una de viajes o lo que fuera)?
-No.
-¿Quiere nueve millones de euros para mañana?
Y me enseña el cupón de la ONCE.
No sé qué le dije. Pero no compré los nueve millones...
El caso es que la señora fue simpática. A eso me refería)
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