Este pasado fin de semana he podido disfrutar de lo lindo en compañía de mi familia. Celebramos un aniversario de boda de mis padres: el cuadragésimo. Cuarenta años, vamos.
El resumen, que compartimos unos cuantos, fue: en esta vida, hay que dedicarse a las cosas que importan.
Y allí estábamos, material bebible en mano, pasando horas (así, en plural), en ese tan imprescindible dolce far niente: hablando de todo lo que se nos ocurría. Y pude aprender mucho de historia y música y economía y gastronomía y filosofía... y algo de inglés. Porque hablar es una de las cosas que importan.
Y escuchar, su pareja insustituible. Dialogar. Para aprender, para rectificar un punto de vista, para entender al otro, para comprender sus motivos; o sus gustos, esa cosa tan opinable.
Y luego cantamos y bailamos, y nos reímos como condenados.
Y comimos, que no somos espíritus puros. Y hubo detalles en esas comidas: baratos, pero detalles.
Y hubo servicio en las comidas también: porque no se hace sola, la comida. Y hubo quien la hizo, en silencio, o cantando.
Y hubo preocupación por los demás, para que estuvieran a gusto.
Y dimos gracias por la familia, que nos parió y crió.
Y por las cosas que importan, que, en definitiva, no son cosas.
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