"Es hora de pensar menos y sentir más". Así empieza la letra pequeña de este provocador anuncio, que tiene ya un tiempo. De buenas a primeras, diría que lo que nos conviene es lo contrario.
Es, sin duda, un gran coche. Hecho, por cierto, con mucha inteligencia y, posiblemente, menos pasión. La pasión no diseña coches conducibles. Aunque pueda tener su parte en el asunto. (Pasión que, en resumidas cuentas, es una emoción fuerte: un estímulo exterior potente que nos lleva a movernos, más que a pensar).
Gran pareja, la de emoción (o pasión) e inteligencia. Pareja humana como pocas. Y gran problema, ya desde antes de Platón, la de saber qué papel debe jugar cada una de ellas.
¿Debe estar la inteligencia al servicio de las emociones?
No parece. Sí nos gustaría que fuera así, por supuesto. Y, de hecho, sí es así en muchos ámbitos.
¿Es algo malo?
Se trata de pensar, en primer lugar, qué dice el anuncio sin decirlo claramente. Porque es una pregunta abreviada. Lo que quiere decir es: "deja que tu inteligencia se ponga al servicio de tus emociones en lo que haces" o, mejor dicho, "deja que tu inteligencia te señale acciones que te generen emociones". En concreto: "la inteligencia ha hecho este coche para que te genere emociones". Hoy día se venden emociones, dicen los expertos. Ahí tenemos un ejemplo.
Dicho esto, se trata de ver en qué ámbitos la inteligencia puede estar al servicio de la emoción. En el ámbito de la utilidad y la supervivencia, está claro que la inteligencia presta sus servicios. Pago al arquitecto para que, con su inteligencia, me procure un hogar que me proteja y me ofrezca cierto confort. De eso a hablar de emociones habría un trecho todavía, pero puede entenderse así.
Pero en el ámbito de la rectitud ética personal, las emociones deben ocupar el segundo lugar, el del copiloto, porque está en juego ni más ni menos que la libertad personal. ¿Puedo ir por el mundo intentando actuar de modo que la vida sea emocionante? Pues en parte sí, pero en gran parte, no. No, porque las emociones no comienzan cuando yo quiero, ni tienen la intensidad que quiero, ni acaban de impactarme cuando quiero. Son, en ese sentido tan concreto, ajenas a mí. Y son, en otro modo, mías: las siento yo. La emoción viene con un hecho: se trata de hechos emocionantes. No existen las emociones en sí, por decirlo de alguna manera. Y, en parte sí, porque ya sabemos qué acciones hay que hacer para sentir según qué emociones.
Es clarificador el ejemplo del copiloto. ¿Qué libertad de conducción tiene el piloto si quien decide es el copiloto? Más bien poca, a no ser que la decisión sea del piloto y el copiloto se limite a dictar lo que previamente se ha dicho. Esta situación, deshecha ya la metáfora, describe la situación de los hombres más maduros y libres: a base de educarlas -de aprobarlas o rechazarlas con la inteligencia-, las cosas buenas provocan emociones buenas, y las malas, malas. Eso quiere conseguirse con el gran educador infantil: "niño, caca". O sea: "Niño, date cuenta de que eso es malo y no solo debes catalogarlo así con la inteligencia, sino que ha de provocarte un rechazo, un respingo: algo emocional, un miedo, un temor". Eso es educación en toda regla.
Volvamos a la metáfora. Hay quien dice que el copiloto no es necesario para conducir un coche. Y es cierto, pero es muy útil. Quien conduce es el piloto, pero el copiloto consigue que el viaje sea más ameno. La razón guía, las emociones -bien llevadas- son la salsa de la vida. Las emociones no son necesarias para vivir, pero la vida se vuelve sosa y la depresión hace muy cuesta arriba el pasar de los días. (La vida trae consigo sucesos emocionantes. Pero uno puede tener la psique destrozada y no vivirlos como tales).
No somos inteligencias. Ni emociones. Somos una buena mezcla, que el yo personal debe unir. Yo, como persona única, debo encontrar el modo de unir emociones e inteligencia en mi actuación: no haré lo que me salga sin más. Y en ese "sin más" está la clave. Las que me hagan mejor persona, tendrán cabida en mi vida; las que no, procuraré reconducirlas, reprimiéndolas a veces.
Lo cierto es que el slogan de Mercedes es eso, un slogan. Pero es verdad que nuestra sociedad lo ha adoptado en muchas cosas: de ahí la falta de templanza tan característica de nuestro siglo.
El post podría estirarse mucho, además de que está algo deshilachado. Dejémoslo aquí y que cada cual siga, si quiere.
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