Lo cierto es que no es el único al que he acudido este año, y en todos ellos me ha pasado lo mismo: la triple reflexión, tan saludable.
Los hombres solemos preguntarnos por el sentido de las cosas que nos suceden. Es nuestra manera de enfrentarnos a la realidad, de vivir en ella.
Lógicamente, la primera reflexión se da sobre el difunto en cuestión: se ha muerto la madre de un amigo. Y uno piensa en cómo habrá sido su vida. Los creyentes no solo pensamos: rezamos, además. Por el descanso eterno de aquella persona, por la felicidad de aquí de los que quedan sin ella, etc.
Luego se da un salto hacia lo personal. ¿Y si no fuera su madre sino mi madre? Las reacciones son diferentes. Y uno puede valorar la suerte que tiene, o que tuvo, de tener a su madre. Esta segunda reflexión ayuda también a compadecer al familiar del difunto: uno se ha puesto en su piel. Empatía, se le llama.
Finalmente, el salto definitivo a lo absolutamente personal. ¿Y si no fuera mi madre, sino yo mismo? Porque un día me tocará a mí. ¿Qué tipo de vida estoy teniendo? Ojalá me despidan a mí con tanto amor, fruto del que yo he intentado dar. Y, así, el círculo se cierra y uno sale del funeral renovado, y hasta con propósitos.
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