San Jorge y el dragón (cuento bastante versionado)

Érase una vez un país pequeño y hermoso en que vivían, felices como perdices, muchos hombres y mujeres. Un día, nadie sabe cómo, un dragón remalo de verdad apareció en el bosque. Era grande y volaba y sacaba humo y fuego, de modo que todo lo que se le ponía por delante pasaba a ser ceniza. Atemorizó a todos los habitantes, porque les atacaba y se comía a las ovejas, a las vacas y a las gallinas. De nada servían las altas murallas de piedra. Los hombres de aquella ciudad no sabían qué hacer porque aquella bestia estaba acabando con sus animales.
Llegó el temido día en que la fiera atroz se comió al último animal, un caballo que ayudaba al molinero. El miedo de todos se hizo todavía mayor. Como no sabían qué hacer, fueron a ver al rey. Para sorpresa de todos, se encontraba acariciando a su inmenso y exótico gato: un animal suculento como pocos.
—Majestad —comenzó con gran respeto el molinero, tras una insuperable reverencia.
—Decidme, amigo molinero —respondió el rey con suavidad.
—Tal vez mis ojos me engañan en tan funesta y temible hora, pero ¿no es por ventura un gato aqueste simpático y buen ser vivo que con tanta gracia portáis en vuestro regazo y con gentil movimiento acariciáis?
—Así es.
—Y, ¡por los cielos!, ¿puede en buena ciencia llamarse animal al gato, por peludo que sea, y mimoso?
—No veo por qué no. Con gran tino habláis, amigo molinero. Y con admirable pericia también, sin duda. Seguid, por favor.
—Y ¿acaso no come por ventura animales el temible dragón que a todos espanta y apesadumbra?
—¿Sugerís —repuso el rey tras un breve silencio meditativo— que entregue a mi minino a las fauces del espantoso monstruo?
—En nombre de todos y con toda la modestia de que soy capaz, eso mismo hago, sí.
—Soñáis.
Al instante, y como por arte de magia, siete fornidos soldados entraron en la sala descolgándose del techo con gran habilidad y precisión. El pobre molinero no sabía dónde mirar. Preso del pánico, se desmayó. Una malévola sonrisa surcó el rostro del rey. Se levantó y, mientras abandonaba la sala con un vergonzoso bostezo en su boca, dio las fatídicas órdenes:
—¡Soldados, tomad al molinero y metedlo en la mazmorra! La providencia nos ha sonreído: ya tenemos con qué alimentar al dragón.
—¡Sí, majestad! —bramaron al unísono, entre carcajadas estentóreas.
El perverso rey se detuvo y, con una mueca que pretendía ser una sonrisa, añadió:
—¡He tenido una idea luminosa! Cortadlo por la mitad: así tendremos comida para más días.
—Pero, majestad... ¿Qué mal ha hecho el molinero...? —susurró uno de los herreros del país, lleno de miedo. En un esfuerzo último y desesperado por salvar a aquel pobre hombre, hizo una petición—: Pensad, majestad, que os proporciona el trigo con el que vuestros panaderos y pasteleros os procuran...
—¡Calla, mísero fámulo! —gritó, impetuoso, el rey—. ¿Te he pedido tus consejos, pedazo de alcornoque? Y, sin embargo —musitó con una risa burlona—, ¡maldita sea!: tienes razón. ¡Dejadlo en libertad!
—¡Ya lo habéis oído! —dijo el forzudo herrero, animado al instante.
—Y ahora —añadió el sombrío rey—, la guinda del pastel: ¡tomad a este borrego ejemplar y, ya que así lo ha querido, encerradle a él en la cárcel!
Lo que ocurrió en aquel instante sólo sucede en los mejores momentos de las mejores gestas de los mejores héroes. Y fue esto: en aquel angustioso momento, aquel bonachón y, a pesar de sus inmensos y fornidos brazos, miedoso hombre fue el primero que vio entrar en la sala a nuestro verdadero protagonista, que no era otra que la reina. Como el rayo cruza el cielo y lo ilumina, súbito pero majestuoso, así avanzó ella desde la puerta hasta el trono en que el rey a duras penas podía respirar. Con una diferencia: la tan querida y providencial reina llevaba puesta una horrible bata de noche y unos toscos rulos lilas y rosas en su enmarañada cabellera. Parecía enfadada, francamente.
—Cariño... —susurró el rey, más manso que el gato que ya le había abandonado para ir a los brazos de su reina y señora.
—¡Cariño, dice el hombrecillo! —cacareó la reina. Luego se agachó a recoger con peculiar habilidad uno de los rulos, que se había caído.
—Yo...
—Nada, nada. No digas nada, que será peor. Lo he oído todo. Anda, coge y vete a buscar a San Jorge. Y date prisa.
—Majestad —se atrevió a decir el herrero, una vez el rey hubo abandonado la sala—, no quedan ya caballos en el reino...
—Por supuesto que no, fiel herrero: el dragón ha acabado con todos. Con todo, has de saber que tenemos un par de motos en el garaje para estas ocasiones de gran urgencia y necesidad.
—¿Motos, decís?
—Es una larga historia, por supuesto. Son... caballos de hierro que... corren mucho más que los de carne y hueso —trató de explicar la maternal reina. Al llegar a este punto, desechó cualquier otra explicación y concluyó—: Y mucho más ruidosos.
—Majestad... —balbució el herrero por toda respuesta. Por más que quisiera, y aun ser metalúrgico de profesión, no podía imaginar lo que su reina le decía: ¿cómo podía algo de hierro correr más que un potente caballo?
—No te preocupes, buen súbdito. Ahora te enseñaré la otra moto —repuso la reina. Pero al ver las miradas anhelantes de los demás ciudadanos, añadió—: a ti, y a todos lo que quieran.
Un alegre y sonoro aplauso llenó la sala del trono.
La reina, sonriente, hizo callar al pueblo con un simple gesto de su mano:
—Esperad —dijo. Y, separándose unos pasos de la gente, sacó un pequeño artilugio del bolsillo de la bata.
Los pacientes habitantes esperaban en un relativo silencio: en corrillos, cuchicheaban entre sí e intentaban averiguar qué demonios era lo que la reina toqueteaba con tanta concentración en aquel importante momento.
—Es un pergamino antiguo... —sugirió en voz baja el pescadero, desconcertado.
—No puede ser —repuso su ayudante—. Es muy pequeño.
—Bueno, pero...
La reina los sacó de dudas a todos:
—Queridos ciudadanos: nuestro rey me ha dicho que ya está en camino con San Jorge.
Un sonoro murmullo de admiración llenó las bocas de los incrédulos habitantes del país.
—Majestad —preguntó uno de los dos carniceros del reino—, ¿cómo es posible que...?
—Con esto —respondió, mostrando a todos su mano—. Es un móvil. Un... una cosa muy... futura. Con esto puedes comunicarte con alguien que está lejos.
—¿Muy lejos? —preguntó otra voz. La reina sonreía, comprensiva.
—Sí, muy lejos. Sed pacientes, y os lo explicaré todo.
Un segundo aplauso aprobaba aquellas palabras. ¿Habían comprendido por fin que tenían la mejor reina del mundo?
—Le he preguntado al rey si consideraba necesario echarle el gato al impío dragón. Y... —al llegar aquí, la reina calló. Quería ver la reacción de su fiel pueblo, y era experta en provocar silencios tensos. Los rostros de los hombres y mujeres allí reunidos le daban la razón: un palpable nerviosismo empezaba a cundir.
—¡¿Y qué!? —gritó, por fin, el fundidor de campanas—. ¡Es sólo un gato: por grande y hermosote que sea, ese brutal dragón no tendrá, como se suele decir, ni para taparse una caries!
Los conciudadanos rieron con ganas la ocurrencia del fundidor.
—Además —continuó—, es tan gracioso y simpático...
Y así fue cómo el pueblo, después de soportar la injusticia momentánea del rey, indultó a su inmenso y peludo gato, para regocijo de su majestad, que tanto aprecio le tenía.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado, porque está de más contar cómo San Jorge entró a lomos de una estrepitosa motocicleta y cómo, de una única y certera lanzada, acabó con el “dragonzuelo”, que de ese modo le llamó desde el mismo momento en que lo vio, todavía lejos. Así son los expertos, ya se sabe.


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