-Si quieres, te traigo una cuchara.
Eso me dijo el cocinero, Joan, con una sonrisa que brillaba más que el sol al ver que empezaba a comer el cordero que me había preparado. Ante mi sorpresa -no me esperaba al cocinero en la mesa y menos aun su comentario-, añadió:
-Blando, blando. Dieciséis horas en remojo.
Me impresionó su dedicación (algunos cocineros aconsejan dejar el cordero toda la noche) y, sobre todo, el cariño y emoción con que hablaba de su trabajo. Se metió en la cocina y... Efectivamente, el cordero estaba blando como la mantequilla, y, a la vez, sabroso, sabroso.
Al acabar de comer, le hicimos salir y estuvimos escuchando su historia. Desde los 14 años, y contaba con 41, estaba su vida entre fogones. Había estado en varios sitios pero desde hacía unos años cuidaba de su madre, de quien había heredado el restaurante en que estábamos.
Y más tarde, ya en casa, pensé en algo de modo casi espontáneo: la comida buena se cocina con tiempo, con dedicación, con mucha técnica. Y con cariño, habitualmente. Lo mismo que el amor, del tipo que sea. La amistad, el noviazgo y el amor matrimonial, y el amor a Dios. Todo tiene un componente que va más allá del simple "fogonazo y listo". Eso es el enamoramiento, la hamburguesa cruda que te comes cuando te mueres de hambre. Pero la comida buena, el amor duradero, se cuece a fuego lento, con tiempo por delante, con paciencia, tratando con dedicación y cuidado a la comida.
¡Si con trozo de carne hacemos eso, cuánto más deberíamos llevar a cabo con las personas!
En la era de las prisas, conviene reeducar a los jóvenes en algo tan simple como que el mucho fuego no cocina más rápido, sino que frecuentemente quema. El pollo se tira a la papelera, y uno acaba comiendo pizza.
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