Cuando Susana se ponía la bufanda verde, la cosa se ponía cruda: no convenía ponerse en medio, ni cruzarse por su camino. Ni pensar en ella, siquiera. Porque Susana, amigo lector, no era una chica cualquiera. Era la nonagenaria vendedora de boniatos y castañas de Castejón de Ardoz. Una de ellas. La que más vendía, por así decir. Y aquel 22 de diciembre de 2013, se había puesto la dichosa bufanda.
Paco, un ingenuo turista de 43 años y mujer e hijos risueños, caminaba con excesiva candidez por la calle Hermanos Grimm. Separando los ojos de los de su preciosa mujer, vio a lo lejos lo que le pareció ser una tosca parada de castañas. A decir verdad, quien primero se fijó en ella fue su hijo menor, Héctor, de 9 años y de gran inteligencia, a pesar de su
—Mira, papá: a esa abuela se le quema la tienda.
El padre, Paco, nuestro héroe, se limitó a corregir a su vivo
—Es una chimenea. Esa señora vende castañas. Y, posiblemente,
—¿Boniqué? —preguntó Héctor, casi más con el entrecejo que con su tierna
—Boniatos —respondió el padre, que tenía vozarrón de
—Boniatos —repitió el hijo, visiblemente orgulloso de haber aprendido una
—Bo-ni-a-tos. Con b de burro —añadió nuestro heroico padre, que, además de procurar una sana biología a su hijo, se esmeraba en que aprendiera a escribir y a hablar con corrección y
—¡¡Boniatos, sí!! —tronó de repente Susana, la castañera—. Y más vale que compren alguno, o que se
Su voz, ronca y quebrada, había salido de lo más profundo de un enfado: ese día no había vendido nada hasta aquel
—Papá... —musitó Héctor, a la vez que escondía su temblorosa cabeza bajo el hercúleo brazo de su
—Tranquilo, hijo —respondió con gran calma él. —Pero... ¿has visto su mirada? Da miedo... Efectivamente. Sus ojos destilaban ira. Y qué decir de su boca, de la que parecían querer huir unos dientes más que amarillentos y roídos. Y qué, de aquellas cejas blancas, ralas, desordenadas. Qué, en fin, de las arrugas y de la inmensa narizota, repleta de
Paco, ingenuo pero fuerte como pocos, miró de hito en hito a la feroz abuela y, ni corto ni perezoso, le
—Señora, haga el favor
Eran palabras duras, pero no sabía con quién se las tenía. Así que no pudo más que ser cortado por nuestra increíble y atronadora abuela, que no parecía precisamente contenta con aquel solitario
—¡Oiga, buen hombre! ¡Me llamo Susana! Y más le vale salir con un bonito quilo y medio de boniatos y varias bolsas de castañas. De otro modo, despídase de su asquerosamente hermosa mujer de castaños pelos y negruzcos ojos. Conozco a las que así se pintan la cara: deben
Héctor empezó a sollozar. Paco, un padre ejemplar, no fue capaz de contener un ataque de educación que le subía por la garganta y, agachado y con los centelleantes ojos puestos en los de su hermoso hijo, le
—¡Ánimo y pundonor, Héctor de mi vida! ¿A qué, esos lagrimones de cocodrilo? ¿Va a ceder tu templado ánimo ante el espanto y el miedo? Muy otra cosa hará, que no es digno de ti ese comportamiento bajuno. Vamos a dar un escarmiento a esa desdentada vieja, hija de sus padres.
Y, con gran ímpetu, trató de tirar al suelo el carricoche de una gran patada. Pero le faltó todo el acierto del mundo.
Susana, la maldita castañera, no salía de su asombro:
—¿Qué? —vociferó, mientras se quitaba la bufanda verde del cuello y se la enrollaba en la mano derecha— ¿Un hombre se atreve a desobedecerme en lo que a compras de boniatos se refiere? Te va a enterar, intelectual de las narices.
Y, ni corta ni perezosa, uno a uno fue dándole a Paco hasta trece derechazos en la cara, bajo la atenta mirada de su mujer y de su hijo, cuya mirada, más que atenta, era despavorida.
Y entonces, querido lector, fue cuando la mujer de Paco, que era hermosa pero de armas tomar, como suele pasar, tomó las armas.
Y no hace falta ni decir cómo habría acabado aquella escenita de no haber aparecido la benemérita en aquel instante. Todo se saldó con equidad. La abuela, con una inhabilitación de ventas y un día de calabozo. Paco, con la cara inflada. La mujer, con sus elegantes nudillos destrozados. Y Héctor, el hijo, con indigestión, por haber (robado y) comido demasiados boniatos.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
(Si te ha gustado el cuento, quizás también lo hagan los que podrás leer en "Así te lo container", el libro de donde lo he sacado. Aquí está)
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