—¿Cómo dices? —fue lo único que supe responder a aquella marabunta de niños que amenazaban con tirar la puerta. Todavía estaba examinándoles y haciéndome cargo de sus calabazas encendidas y sus deficientes máscaras de supuestos monstruos que no serían capaces de asustar al más miedoso de los hombres, cuando uno de ellos, el más bajito de todos, se adelantó y, al grito interrogativo de “¡¿truco o trato?!”, me agarró de la camisa y tiró de ella con toda la fuerza que su enclenque físico le proporcionaba. Fue suficiente para hacer saltar por los aires un botón y producir un desgarro de medio palmo muy cerca del bolsillo izquierdo. Dudo de que entre tal ajetreo aquel mocoso se diera cuenta, pero eso no cambiaba las cosas. No, de ningún modo: me había estropeado mi camisa de la suerte. La misma con la que, desde hacía más de veinticinco años, sábado sí, sábado también, había visto los partidos de bádminton de la liga nacional. Y eso, amigos, no tenía perdón en la tierra.
—¡¿Truco o trato?! —repetían, obstinadas, aquellas voces chillonas, de entre las cuales sobresalía la del pobrezuelo niño que me había partido en dos la camisa.
—Mi camisa... —susurré, presa de una súbita e incomprensible parálisis. El chiquillo ya había soltado mi amuleto de la suerte y podía ver a la perfección su estado actual: no había nada que hacer.
—¡¡¡Abuelo —dijo por tercera vez—, truco o trato!!!
Cerré los ojos y tomé aire. Estaba sufriendo un ataque de histeria: lo sabía. Otro. Me dije que no debía perder los papeles ante aquello angelitos de Dios. Conté a tres. Cerré los puños y volví a inspirar procurando pensar en alguna manera de salir de aquel brete. Ya era tarde. Al oír por cuarta y quinta vez el grito de los niños, no supe controlarme y, con todo el chorro de voz con que animaba a mis jugadores de bádminton, troné, agachándome hasta que mi cara, roja como un tomate, estaba a la altura de sus angelicales rostros:
—¡¡¡Trato, maldita sea, niños del demonio!!! ¡¡¡Trato, caray, trato!!! ¡¡¡Un maldito trato!!!
Los pobres chavalillos se quedaron petrificados, según me dijo mi mujer, que había oído los animosos gritos de los chicos y llegaba con algunas chucherías. Porque yo no veía nada. Sólo les chillaba, casi en cuclillas y con los ojos fuera de órbita:
—¡¡¡¿Y queréis saber qué trato es, verdad, niñatos maleducados rompe camisas?!!! ¡¡¡Claro que sí!!! ¡¡¡Un trato, por supuesto que sí!!! ¡¡¡Pues es este: vosotros os vais de mi casa y yo no os parto el cuello!!! ¡¡¡Fuera de aquí!!!
Los pobres niños gritaban y lloraban a cual más. Gracias a Dios, mi mujer evitó que siguiera pisoteando sus disfraces y tirando de sus máscaras (eran bastante buenas y caras, y apenas acaban de empezar su ronda de sustos. La nuestra era la tercera casa). Me metió dentro, como pudo, y me sentó en mi sofá preferido. Allí seguían mis palomitas y la tele encendida. Luego volvió para repartir los caramelos. Fue en vano: ya se habían ido.
Aquel acabó siendo el primer día en años que no supe qué había hecho mi amado equipo. A la mañana siguiente, ironías de la vida, hice un trato con mi mujer: ella se encargaría de abrir la puerta durante los partidos.
(Si te ha gustado el cuento, quizás también lo hagan los que podrás leer en "Así te lo comento", el libro de donde lo he sacado. Aquí está)
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