Un cuento ya publicado, para pasar el rato.
Aquí lo puedes comprar en Amazon.
Y al final, también.
—Hola, buenas... —saludé con cierta efusividad, al entrar a aquel bazar oriental: tenía algo de prisa y mucho que comprar. El dependiente era, al parecer, mediano en todas sus características: de mediana altura, de mediana edad, y de mediana vista. Desde sus cansados ojos, me respondió con la mínima expresión:
—Hola.
—Voy a comprar algunas cosas. Si no le molesta, echo un vistazo... —susurré, sin haber acabado lo que en realidad tenía que ser mi frase: “y si no encuentro lo que busco, le pido ayuda”. Había decidido no añadir cosas obvias. “Ayudar”, pensé, “es precisamente el papel del dependiente”.
—Muy bien —respondió, siguiendo la regla del mínimo esfuerzo, que empezaba a parecerme común en ámbitos orientales.
“No te canses hablando, amigo, no...”, me dije, de modo imprudente. Lo cierto es que, como estaba a punto de comprobar, tras la frágil apariencia tan común y uniforme de aquel hombrecillo de rasgos asiáticos se escondía un espécimen humano de descomunal memoria, una calculadora con piernas y un prodigio de precisión lógico-económica. Creedme.
Porque, como no podía ser de otro modo en un establecimiento que, por lo reducido y repleto de todo tipo de cosas, más parecía el laberinto de Teseo y el minotauro que un negocio, llevaba un rato ya perdido, y seguía con las manos vacías.
—¡Oiga!
—¿Qué? —dijo el dependiente al instante, sin dejar de mirar su sudoku, como si hubiera estado esperando mi desconsolada petición de ayuda.
—¿Tienen..., ehhh...., es decir..., necesito para un regalo —me excusé, muy apurado, he de reconocer que me daba un poco de vergüenza lo que estaba a punto de pedirle, y no encontraba las palabras—, ¿hay en esta tienda... hummmm... ?
—¿Qué quiere? —respondió, impasible: parecía no entender mi situación—. Dígalo.
—Es que no encuentro nada de lo que...., bueno..., de lo que estoy buscando.
—Diga qué necesita. Dígalo.
—Claro. Sí. Necesito una bandeja...., una especie de bandeja..., o de reja....,
—Reja —dijo el chino, más con las cejas que con la voz.
—Sí: una reja de esas así pequeñas..., para aguantar el jabón de limpiarse las manos.
Tras un breve, pero incómodo y estúpido silencio, en que oí perfectamente los latidos de mi corazón, el dependiente dio cinco pasos, se agachó, cogió algo y me lo mostró:
—Esto.
—Sí —dije. Sin querer, su escueto modo de hablar se me había enganchado—. Gracias.
—Un euro diez.
—Es barato. Gracias.
—¿Qué más? —dijo, como si de un taquígrafo inanimado se tratara: parecía que mis muestras de agradecimiento no le habían llegado no ya al corazón, sino al oído mismo. “Tal vez”, pensé, “tenga prisa. Eso debe de ser”.
—¿Qué más?, sí... —respondí—. Pues necesito un pez de playa.
—Pez de playa.
—Bueno, un pez de los de plástico que... —e iba a seguir con mi ruda e inexacta descripción de aquellos moldes de plástico duro con que los chicos juegan en la playa, haciendo estatuas de arena mojada, compacta..., pero el chino ya me estaba enseñando los tres modelos que había:
—Hay colores. ¿Azul?
—Azul está bien, sí.
—¿Este? —preguntaba, sosteniendo uno del tamaño de un pan de quilo.
—Déjeme ver... Sí: ese está bien. ¿Cuánto...
—Ochenta céntimos. El grande, un euro diez.
Después de fingir algo parecido a una duda, o a un cálculo, respondí con seguridad y aplomo:
—Me quedo el pequeño.
—¿Qué más?
—Palillos.
—Palillos.
—Pero redondos —añadí, al verle ir tan decidido a un lugar desconocido para mí: no quería que se equivocara—, no de los chafados.
—¿Así? —dijo, con un gesto casi cómico. Me mostraba un pequeño cilindro lleno de palillos.
—No. Eso es poco. Ahí debe de haber cien.
—Ochenta.
—Pues ochenta. Necesito muchos más. Mil. O dos mil.
—Mil —dijo, inexpresivo como siempre. Y volvió a agacharse, esta vez un poco más adelante, aunque en el mismo pasillo. A pesar de su mínima estatura, era un misterio cómo se agachaba con tan poco espacio...
—Estoy haciendo un barco con palillos, ¿sabe? —me animé a explicarle, sin saber que, en realidad, no me escuchaba—. Bueno, la verdad es que no es un barco, sino un arca: el arca de Noé. ¿Le suena?
—Mil palillos. Cinco euro —dijo, sin pronunciar la ese final, y sin responder a mis pesquisas sobre su nivel de conocimiento de la historia bíblica.
—Cinco euros —repetí, marcando con claridad la ese final—. Gracias.
—¿Qué más? —preguntó con mirada inexpresiva.
Por algún motivo desconocido, el tono de su pregunta me pareció agresivo e insultante: desafiador. Algo así como: “¿No te das cuenta aún de lo inútil que eres buscando cosas en mi tienda? No has encontrado nada, y yo, a la primera. Si vieras de mi primo Xin-Lu, ibas a alucinar: ahí sí que no sabrías ni dónde está la entrada, de lo grande y repleta que está ...”. Aquello fue el acabose: no podía permitirlo. Podía aceptar que había sido lento encontrando las cosas, pero mi orgullo no estaba dispuesto a soportar aquel insulto.
—¿Qué más? Poco más, señor —musité entre sonrisas que fueron pasando de ingenuas a malévolas, mientras mi imaginación se ocupaba de generar una lista de peticiones más que insólitas—. Verá: busco unas cosas más. No sé si las tendrá...
El buen dependiente, mi héroe desconocido hasta el momento, no entró a mi provocación. Pensé: “Ahora se va a llenar de gloria, declarando como un tontaina: Pues claro...”. Pero no. Siguió en silencio, esperando mi lista de productos. Le observé con detenimiento: impasible, imperturbable. Me pareció que solo un ligero temblor en las cejas hacía visible su tensión.
—Bien. Querría unas bolsas refrigerantes...
—Isotérmicas —me corrigió al instante.
—Eso —reconocí, más con el rubor de mi cara que con mis palabras—. Doce, de un litro y medio. Y...
—Aquí: son veinticuatro euro; dos cada una.
—Y.... Gracias. Y una sombrilla de playa de las pequeñas. Y de colores...
—¿Amarilla va bien? —¡La tenía ya en la mano! Me apresuré a responderle que no, que la quería azul eléctrico.
—Nos quedan tres. ¿Cuántas?
—Tres —respondí impulsivamente.
—Veintiún euro.
—Bien. Y..., un bastón de anciano, y unas muletas, y un conejo de peluche con gafas de sol, y unas figuritas giratorias, y un póster de...
—¿Con música de pianola...?
—¿Cómo?
—Las figuritas. ¿Con música?
—Pues... —mi desconcierto iba en aumento: aquel asiático tenía mil brazos; y todos llenos de mis extravagantes peticiones. Además, ¡me daba igual si la figurita, un tiovivo, en este caso, tenía musiquilla o no!—. Pues póngame con música, sí.
—Tenga —dijo, mientras giraba una manivela tan delicada como la melodía que llegaba directa a mis oídos cansados—. Es Beethoven: Claro de luna.
—Lo sé —mentí—. Póngamelo, por favor. Gracias.
—Son trece euro quince por el bastón, doce y veinte por las muletas, cuatro quince por el peluche, y dos con diez por la figurita. ¿Qué póster?
—¿De Obama? —pregunté, con los ojos fijos en la caja registradora, y con voz abrumada de pura incredulidad.
—¿Con su mujer o solo?
—¿Cómo dice?
—Es broma —sonrió. Por lo visto era humano.
—Ya. Pues es buena.
—Son dos euro.
Amazon, otra vez.
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Y al final, también.
—Hola, buenas... —saludé con cierta efusividad, al entrar a aquel bazar oriental: tenía algo de prisa y mucho que comprar. El dependiente era, al parecer, mediano en todas sus características: de mediana altura, de mediana edad, y de mediana vista. Desde sus cansados ojos, me respondió con la mínima expresión:
—Hola.
—Voy a comprar algunas cosas. Si no le molesta, echo un vistazo... —susurré, sin haber acabado lo que en realidad tenía que ser mi frase: “y si no encuentro lo que busco, le pido ayuda”. Había decidido no añadir cosas obvias. “Ayudar”, pensé, “es precisamente el papel del dependiente”.
—Muy bien —respondió, siguiendo la regla del mínimo esfuerzo, que empezaba a parecerme común en ámbitos orientales.
“No te canses hablando, amigo, no...”, me dije, de modo imprudente. Lo cierto es que, como estaba a punto de comprobar, tras la frágil apariencia tan común y uniforme de aquel hombrecillo de rasgos asiáticos se escondía un espécimen humano de descomunal memoria, una calculadora con piernas y un prodigio de precisión lógico-económica. Creedme.
Porque, como no podía ser de otro modo en un establecimiento que, por lo reducido y repleto de todo tipo de cosas, más parecía el laberinto de Teseo y el minotauro que un negocio, llevaba un rato ya perdido, y seguía con las manos vacías.
—¡Oiga!
—¿Qué? —dijo el dependiente al instante, sin dejar de mirar su sudoku, como si hubiera estado esperando mi desconsolada petición de ayuda.
—¿Tienen..., ehhh...., es decir..., necesito para un regalo —me excusé, muy apurado, he de reconocer que me daba un poco de vergüenza lo que estaba a punto de pedirle, y no encontraba las palabras—, ¿hay en esta tienda... hummmm... ?
—¿Qué quiere? —respondió, impasible: parecía no entender mi situación—. Dígalo.
—Es que no encuentro nada de lo que...., bueno..., de lo que estoy buscando.
—Diga qué necesita. Dígalo.
—Claro. Sí. Necesito una bandeja...., una especie de bandeja..., o de reja....,
—Reja —dijo el chino, más con las cejas que con la voz.
—Sí: una reja de esas así pequeñas..., para aguantar el jabón de limpiarse las manos.
Tras un breve, pero incómodo y estúpido silencio, en que oí perfectamente los latidos de mi corazón, el dependiente dio cinco pasos, se agachó, cogió algo y me lo mostró:
—Esto.
—Sí —dije. Sin querer, su escueto modo de hablar se me había enganchado—. Gracias.
—Un euro diez.
—Es barato. Gracias.
—¿Qué más? —dijo, como si de un taquígrafo inanimado se tratara: parecía que mis muestras de agradecimiento no le habían llegado no ya al corazón, sino al oído mismo. “Tal vez”, pensé, “tenga prisa. Eso debe de ser”.
—¿Qué más?, sí... —respondí—. Pues necesito un pez de playa.
—Pez de playa.
—Bueno, un pez de los de plástico que... —e iba a seguir con mi ruda e inexacta descripción de aquellos moldes de plástico duro con que los chicos juegan en la playa, haciendo estatuas de arena mojada, compacta..., pero el chino ya me estaba enseñando los tres modelos que había:
—Hay colores. ¿Azul?
—Azul está bien, sí.
—¿Este? —preguntaba, sosteniendo uno del tamaño de un pan de quilo.
—Déjeme ver... Sí: ese está bien. ¿Cuánto...
—Ochenta céntimos. El grande, un euro diez.
Después de fingir algo parecido a una duda, o a un cálculo, respondí con seguridad y aplomo:
—Me quedo el pequeño.
—¿Qué más?
—Palillos.
—Palillos.
—Pero redondos —añadí, al verle ir tan decidido a un lugar desconocido para mí: no quería que se equivocara—, no de los chafados.
—¿Así? —dijo, con un gesto casi cómico. Me mostraba un pequeño cilindro lleno de palillos.
—No. Eso es poco. Ahí debe de haber cien.
—Ochenta.
—Pues ochenta. Necesito muchos más. Mil. O dos mil.
—Mil —dijo, inexpresivo como siempre. Y volvió a agacharse, esta vez un poco más adelante, aunque en el mismo pasillo. A pesar de su mínima estatura, era un misterio cómo se agachaba con tan poco espacio...
—Estoy haciendo un barco con palillos, ¿sabe? —me animé a explicarle, sin saber que, en realidad, no me escuchaba—. Bueno, la verdad es que no es un barco, sino un arca: el arca de Noé. ¿Le suena?
—Mil palillos. Cinco euro —dijo, sin pronunciar la ese final, y sin responder a mis pesquisas sobre su nivel de conocimiento de la historia bíblica.
—Cinco euros —repetí, marcando con claridad la ese final—. Gracias.
—¿Qué más? —preguntó con mirada inexpresiva.
Por algún motivo desconocido, el tono de su pregunta me pareció agresivo e insultante: desafiador. Algo así como: “¿No te das cuenta aún de lo inútil que eres buscando cosas en mi tienda? No has encontrado nada, y yo, a la primera. Si vieras de mi primo Xin-Lu, ibas a alucinar: ahí sí que no sabrías ni dónde está la entrada, de lo grande y repleta que está ...”. Aquello fue el acabose: no podía permitirlo. Podía aceptar que había sido lento encontrando las cosas, pero mi orgullo no estaba dispuesto a soportar aquel insulto.
—¿Qué más? Poco más, señor —musité entre sonrisas que fueron pasando de ingenuas a malévolas, mientras mi imaginación se ocupaba de generar una lista de peticiones más que insólitas—. Verá: busco unas cosas más. No sé si las tendrá...
El buen dependiente, mi héroe desconocido hasta el momento, no entró a mi provocación. Pensé: “Ahora se va a llenar de gloria, declarando como un tontaina: Pues claro...”. Pero no. Siguió en silencio, esperando mi lista de productos. Le observé con detenimiento: impasible, imperturbable. Me pareció que solo un ligero temblor en las cejas hacía visible su tensión.
—Bien. Querría unas bolsas refrigerantes...
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—Eso —reconocí, más con el rubor de mi cara que con mis palabras—. Doce, de un litro y medio. Y...
—Aquí: son veinticuatro euro; dos cada una.
—Y.... Gracias. Y una sombrilla de playa de las pequeñas. Y de colores...
—¿Amarilla va bien? —¡La tenía ya en la mano! Me apresuré a responderle que no, que la quería azul eléctrico.
—Nos quedan tres. ¿Cuántas?
—Tres —respondí impulsivamente.
—Veintiún euro.
—Bien. Y..., un bastón de anciano, y unas muletas, y un conejo de peluche con gafas de sol, y unas figuritas giratorias, y un póster de...
—¿Con música de pianola...?
—¿Cómo?
—Las figuritas. ¿Con música?
—Pues... —mi desconcierto iba en aumento: aquel asiático tenía mil brazos; y todos llenos de mis extravagantes peticiones. Además, ¡me daba igual si la figurita, un tiovivo, en este caso, tenía musiquilla o no!—. Pues póngame con música, sí.
—Tenga —dijo, mientras giraba una manivela tan delicada como la melodía que llegaba directa a mis oídos cansados—. Es Beethoven: Claro de luna.
—Lo sé —mentí—. Póngamelo, por favor. Gracias.
—Son trece euro quince por el bastón, doce y veinte por las muletas, cuatro quince por el peluche, y dos con diez por la figurita. ¿Qué póster?
—¿De Obama? —pregunté, con los ojos fijos en la caja registradora, y con voz abrumada de pura incredulidad.
—¿Con su mujer o solo?
—¿Cómo dice?
—Es broma —sonrió. Por lo visto era humano.
—Ya. Pues es buena.
—Son dos euro.
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