El cielo estrellado... (y "Un caballero en Moscú" y la oración del soldado)

Tres cosas quiero contar. 

Primera. Estoy leyendo un libro que es una maravilla. Un clásico en toda regla, aunque apenas tenga diez años.  ¿Un clásico? Sí: porque habla de lo de siempre como nunca. Con gracia, ha descubierto que los temas de siempre (el amor, la amistad, las dudas, el dinero, la soledad, el destino, la desgracia, la felicidad...) no se gastan nunca si los tratas con maestría, que es el respeto que debe usarse con ellos. 

De hecho, el libro cita a los clásicos a menudo, y siempre con gracia, oportunamente. La novela, de la que llevo apenas 200 páginas (¡menos de las que quedan, por cierto!),  se llama "Un caballero en Moscú" y lo escribió Amor Towles en 2016. Con gran alegría -y poca sorpresa- leo ahora en una entrevista que le hicieron en El País esta frase suya, referida a los clásico, que se notaba que ha mamado:

"Apenas soy un especialista en lo ruso. No hablo el idioma, no estudié la historia en la escuela y solo he estado unas pocas veces en el país. Pero de joven me enamoré de los escritores rusos de la edad dorada"

Y¿a qué viene esto? A que, ¡segunda cosa!, en un momento dado, el protagonista del libro -un conde encerrado en un hotel por el gobierno ruso- dice una cosa que me hizo pensar en algo de cierta entidad que había vivido ya. Eso es otra de las características de los clásicos. No es una cita estelar... aunque sí en algún sentido.

"El conde estiró el cuello y trató de identificar las pocas que había aprendido de joven: Perseo, Orión, la Osa Mayor… Todas perfectas y eternas. ¿Con qué objeto, se preguntó, había creado Dios las estrellas, que un día te llenaban de inspiración y al siguiente te hacían sentir insignificante?"

Así es, pensé: las estrellas tienen para muchos esos dos efectos, que a veces se dan a la vez. Uno se ve muy pequeño al contemplar el cielo. O muy grande, al reconocer a su Creador en ellas. Porque resulta que, al día siguiente al que había leído ese fragmento, ¡palabra de honor!, fui a Misa. Ahí se leyó un fragmento del libro de Job, en su capítulo IX. Este:

"El crea la Osa Mayor y el Orión, las Pléyades y las Constelaciones del sur. El hace cosas grandes e inescrutables, maravillas que no se pueden enumerar".

Otra vez, lo mismo. La Biblia, esa fuente de sabiduría para los clásicos. 

Y, finalmente, la tercera de las cosas que me ha pasado: en clase de filosofía estamos explicando precisamente estas peculiaridades de la condición humana, que muestras ciertas diferencias del ser humano con los animales. Con estos ejemplos estaba yo en clase, sobre lo que es contemplar y lo única y típicamente humano que es, cuando recordé un poema increíble. Que más puede ser una oración: la oración del soldado. Un soldado. Uno de tantos. Uno desconocido. Pasó toda la noche en el cráter que una bomba había hecho en el sucio suelo, esperando a entrar en batalla. Murió aquella noche, no se sabe cómo. Pero se encontró en los pliegues de su chaqueta este hermoso poema: una exquisita oración. Las últimas palabras escritas de un hombre. Ahí van: 

Escucha Dios… yo nunca hablé contigo.
Hoy quiero saludarte, ¿cómo estás? 
Tú sabes… me decían que no existes, 
y yo, tonto de mí, creí que era verdad.
Yo nunca había mirado tu gran obra, 
y anoche, desde el cráter que cavó 
una granada vi tu cielo estrellado, 
y comprendí que había sido engañado.
Yo no sé si tú, Dios, estrecharás mi mano, 
pero voy a explicarte, y comprenderás, 
es bien curioso, en este infierno horrible 
he encontrado la luz para mirar tu faz.
Después de esto, mucho que decirte no tengo. 
Tan sólo que… me alegro de haberte conocido. 
Pasada media noche habrá ofensiva, 
pero no temo, sé que tú vigilas.
¡La señal! bueno Dios, ya debo irme… 
me encariñé contigo… quiero decirte, 
que como tú sabes, habrá lucha cruenta
y quizá esta noche, aún llamaré a tu puerta.
Aunque nunca fuimos amigos, 
¿me dejarás entrar si hasta a ti llego? 
pero… si estoy llorando, ¿ves Dios mío? 
se me ocurre que ya no soy impío.
Bueno Dios, debo irme… buena suerte. 
Es raro, pero ya no temo a la muerte.


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