"Detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer". Gran tópico. Y una y cien veces basado en la realidad.
Para comprobarlo no basta en ocasiones la vida corriente: no es común encontrarse con grandes hombres, en el sentido habitual de la palabra. O quizás sí. Tal vez sean hombres y mujeres grandiosos, pero que pasan escondidos.
De todos modos, siempre nos queda el cine para eso. Diría que las grandes películas —y libros y demás creaciones artísticas clásicas— son de ese estilo: su éxito radica en mostrar a una gran persona.
Pues bien, en todas las buenas películas que he visto últimamente (y en las no tan recientes) se cumple el citado tópico: cuando el protagonista es hombre, la co-protagonista es una mujer. ¡Y qué mujer! Celebro, por cierto, que pueda usarse de nuevo la expresión "¡qué mujer!" sin que a uno le llamen pervertido.
(Omitimos en el este post las películas en que la protagonista es una mujer. No porque no las haya, sino porque el tema es otro).
Me hizo pensar en este asunto una de las últimas que ha protagonizado Mel Gibson junto con Sean Penn: "Entre la razón y la locura", aquí reseñada. En resumen brevísimo: el film trata de cómo se hizo el primer diccionario de Oxford. La historia es, nunca mejor dicho, increíble: de película. Se narra el apasionante y complicadísimo proceso por el cual puede llegar a hacerse un diccionario.
No pongo en duda que el tema de la película sea otro. O que haya, de hecho, otros subtemas muy interesantes. Solo señalo que me gustó mucho una frase que muestra perfectamente la actitud a la que me quiero referir. Se la dice al jefe del diccionario su propia esposa:
"Nada de dudas ni vacilaciones. Hemos empezado y hay que acabar".
En el viaje del héroe, siempre llegan momentos así: la desesperación, la duda, el desánimo. Y, no sé yo ahora, pero "para eso también" estaban entonces las mujeres.
La propia mujer: ese otro yo, esa carne de mi carne, ese apoyo incombustible e inasequible al desaliento. Toda persona necesita amor incondicional. Y el más cercano que uno tiene —olvidando a Dios por un momento— es la propia mujer.
¿A qué es debido esto? A un hecho que los grandes conocedores del ser humano saben explicar bien: el genio femenino. La mujer es más fuerte. ¿Podría ser por una razón biológica, unida de algún modo a la maternidad? Bien podría ser. Pero la cosa, como salta a la vista en tantos casos, va mas allá de la fuerza puramente biológica: se trata del carácter, de la determinación y de la capacidad de contagiar al otro para el bien o para el mal (pensemos en lady Macbeth).
Espero que nadie vea en esto un feminismo barato. No lo es.
Pensemos ahora brevemente, porque no es el tema, en lo contrario: cómo son los grandes perdedores, los protagonistas de las grandes tragedias. Gente sin mujeres en su vida. Entiéndase: gente tan egoísta que se incapacita para tener a alguien al lado. Gente que asume sin discusión, a modo de dogma, que necesitar a alguien —a una mujer, en especial— es ser débil. Y así se ven las grandes desgracias.
Basta pensar en "Ciudadano Kane", donde Kane usa a las mujeres; o en "Pozos de ambición" y demás películas de personajes tan ambiciosos y egoístas que la soledad es el postre amargo de su vida.
Paradójicamente, hay que ser muy fuerte para dejarse querer: hay que desnudarse. ¡Qué mal entendió el amor Nietzsche! ¡Y qué bien Dostoievsky, en "Crimen y castigo", ese novelón que critica de modo genial la nietzscheana figura del pobrecito superhombre!
Elige bien a tu mujer, que a tu madre ya no puedes.
(Otras películas en que sucede lo mismo: "Le Mans 68", "Milagro en la celda 207", "Hasta el último hombre", "En el nombre del padre", "Mank", "Win Win", y todas las que quieras. He puesto aquí las primeras que he recordado.
Libros, dos que he recordado ahora: "Llenos de vida" y "La ciudadela")
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