Hay en el mundo paisajes que le cautivan a uno, que le dejan sin palabras. Ni falta que hacen: uno observa y se queda tan ancho. La belleza alimenta el alma así, sin empachar.
Pero no todo se queda en las imágenes que te raptan. Hay también momentos así de sugerentes. Hace un tiempo me contaron uno de ellos. Por lo general, como la vida misma, son sencillos. Y ese no fue excepción.
Pero no todo se queda en las imágenes que te raptan. Hay también momentos así de sugerentes. Hace un tiempo me contaron uno de ellos. Por lo general, como la vida misma, son sencillos. Y ese no fue excepción.
En la acera de la calle de su casa, mi amigo no pudo dejar de captar la sucinta conversación entre una madre al teléfono y su hija, que, sin ningún tacto y ajena a todo lo que no fuera su necesidad –fuera cual fuera– requería su plena atención (uy, qué moderno suena eso ahora).
–¡Mami!–Un momento, cariño: estoy hablando.
Y la niña... ¡la dejó en paz! La foto que he puesto para ilustrar el post no hace honor a la realidad porque, según me contó mi amigo, la chica paró de golpe.
Al saber esto, deduje, tal vez de modo erróneo, que esa madre había hecho eso más de una vez. Que la chica estaba aprendiendo o había aprendido ya que había más personas en el mundo, y que cada una requería, lo mismo que ella, esa plena atención. (Obviaré lo de que las mujeres pueden hacer muchas cosas a la vez)
Así se educa. No digo que no de otras maneras. Digo que así, sí. Marcando con cariño y con razones los límites. Las tres cosas: límites dichos (ojalá bien dicho), razones (pensadas y realistas) y cariño (en los gestos, aunque a veces uno tenga que decir las cosas de modo duro).
Buena combinación.
A seguir.
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