“A veces me siento como mi perro: sin ganas de hacer nada, solo de tumbarme y dejar que me acaricien… o que me dejen en paz”. Palabras casi literales de un adolescente, que se convierten en hechos demasiado a menudo. Palabras que podría repetir cualquier adulto de vez en cuando, sin dejarse llevar por ellas. Palabras, en definitiva, que muestran lo importante de una sana educación de la afectividad.
¿Qué es la educación de la afectividad? Cuatro ideas básicas
Sobre educación de la afectividad se ha hablado mucho, aunque en la actualidad sea indiscutiblemente uno de los temas estrella. Vamos a intentar dar ideas que muevan a pensar. Dicho de modo genérico, toda educación busca que el sujeto madure: que llegue a la plenitud de lo que puede ser. En este terreno de la afectividad, podemos dar cuatro pistas.
- En primer lugar, la madurez emocional o afectiva consiste en saber distinguir y nombrar qué emociones experimenta la persona, cosa que exige ayuda, inteligencia, vocabulario y cierta experiencia.
- En segundo lugar, es maduro quien sabe qué causa esas emociones o afectos en cada caso, lo cual exige bastante de introspección y de sinceridad
- En tercer lugar, y en esto nos centraremos más en este breve artículo, la persona emocionalmente madura debe aprender a actuar con cierta objetividad —y cierta visión sobrenatural, de fe, en caso concreto de que uno sea cristiano o practique alguna religión— en medio de lo subjetivo de sus emociones.
- Para que la educación de la afectividad sea correcta y sana importa mucho que se integre a los demás. Ninguno es una seta en el desierto: somos sociales, y no solamente emocionales. Los otros me ayudan a construirme o destruirme. Además, de nuevo, Dios puede tener un papel importante en este aspecto.
La educación afectiva, por tanto, puede poner su foco en uno mismo o en la relación con los demás. Veamos por separado estos dos aspectos, aunque en el fondo sepamos que no pueden dividirse del todo.
Un objetivo personal de la educación de la afectividad: vivir en verdad entre tanto postureo
Dicho sin rodeos, una parte básica y fundamental de la inteligencia emocional que se consigue con la educación de la afectividad se puede formular en cuatro palabras: sé tu auténtico yo.
La adolescencia, periodo de la vida más retador que otros para el educador, está repleta de trampas de este estilo. Nuestra amada sociedad, absolutamente adolescente en su modo de funcionar, nos quiere obligar a triunfar siempre, a evitar nuestros defectos físicos o psíquicos, a esconder nuestra debilidad, a ver como extraño que alguien no sea popular, a huir de lo que desagrade a alguien. Eso es poco inteligente emocionalmente. Porque es mentira. No siempre se puede sonreír. No siempre sale todo bien. No siempre soy perfecto. No siempre mis padres son lo mejor. No siempre lo ideal ocurre.
Los adultos tenemos la obligación moral de dar esperanzas reales a nuestros jóvenes. Esperanzas: tender fuertemente a conseguir lo bueno. Y reales: no buenismo, como se suele decir ahora. En pocas palabras: el mundo es bueno, vivir bien es lo que más satisface a la persona, y vale la pena esforzarse para hacer lo correcto. Sobre cada una de estas frases se podría escribir —se han escrito— un libro. En una frase: haz el bien, que vale la pena.
Un objetivo social de la inteligencia emocional: responder objetivamente a la realidad de modo a la vez racional y emocional
Ahora que está en auge la Inteligencia Artificial, digámoslo de modo claro: lo bueno de ser humanos es que no somos robots. Nos distinguen algunas cosas importantes en la inteligencia, que actúa de modo instantáneo y no secuencial. Además, tenemos afectos, pasiones y emociones. Y muchas dificultades a la hora de expresarlas. Ahí entra la segunda parte de la educación de la afectividad.
¿Qué significa responder objetivamente a la realidad de modo a la vez racional y emocional? Significa reconocer que no somos solo calculadoras que dan datos. Somos personas a las que la realidad afecta de modo no totalmente racional. Un ejemplo muy simple nos basta. Puedo comerme una manzana y así me alimento. Puedo entenderla y así crezco intelectualmente. Y puedo recordar mi infancia cuando la veo, y así me emociono. En realidad, las tres cosas suelen ir unidas.
La sana afectividad pide que respondamos afectivamente, y no solo racionalmente, a los estímulos que nos ofrece la realidad. Esa respuesta, además, debe ser equilibrada.
Un ejemplo nos servirá para explicar todos estos conceptos. Dos personas quedan en un lugar y una se retrasa. Por lo general, eso puede generar impaciencia y un cierto malestar en las dos personas. Imaginemos posibles reencuentros.
Podría pasar que quien llega tarde pidiera perdón y no explicara el porqué de su retraso.
O que explicara el porqué, pero no se disculpara.
O, finalmente, que expusiera ambas cosas. Pedir perdón es una respuesta emocional ante la realidad; dar el porqué de la tardanza, una respuesta racional. Una persona madura en sus afectos usará una mezcla de las dos cosas: “perdona, he encontrado un atasco”.
Además, lo hará de modo objetivo: no llorará como un loco o le abrazará hasta la saciedad, como tampoco le mostrará fotos de que, en efecto, había un retraso. Ante un hecho menor, lo menor es lo equilibrado. Y ese equilibrio, sin duda, lo da la realidad.Se puede explicar en una frase brillante. Así lo dice Dietrich von Hildebrand en su libro El corazón. Un análisis de la afectividad humana y divina:
“Para el hombre verdaderamente afectivo lo que importa es la situación objetiva: si hay motivos para alegrarse o sentirse feliz”.
La objetividad que da la realidad en medio de la subjetividad de mis afectos.
El “no pasa nada”, ese pequeño engaño
Podemos añadir, en el mismo orden de cosas, esta aclaración: no debería usarse la expresión “no pasa nada”, porque no es verdad. Siempre pasa algo. Puede pasar mucho o poco. Pero siempre es algo. Las cosas nos afectan. La persona sanamente afectiva sabe poner en su sitio ese “algo”.
Lo ejemplificaré resumiendo lo que explica C.S. Lewis en Los cuatro amores: una pelea iniciada con excusa de “quién ha dejado ahí la pasta de dientes” en la que un cónyuge le acaba diciendo todo lo que había hecho mal el otro en toda su vida matrimonial: “una vez dijiste” y similares. Es decir, que de “no pasa nada” en “no pasa nada”, acaba pasando algo grave porque algo, pequeño, es “la gota que colma el vaso”.
La inteligencia emocional lleva a saber mostrar el enfado con mesura, y a perdonar con igual equilibrio. No vale la pena callar las cosas que a uno le carcomen. Y lo mismo en positivo: conviene aprender a agradecer un servicio, o un buen momento. Basta una sonrisa, pero ayuda escuchar un “gracias, ha sido genial”.
Signos de haber logrado una buena educación de la afectividad
Dice Juan Bautista Torelló que “se alcanza normalmente mediante una buena educación, en el sentido más amplio de la palabra, sobre todo en cuanto adecuada inserción del yo infantil en el ambiente familiar”. En la época de las check lists, quizás alguno agradezca lo que añade después porque, citando a Levine, psicólogo experto, enumera algunas actitudes positivas y sanas de la afectividad:
- Vivir en la realidad, no en la fantasía
- No vivir para lo inmediato, sino con normas a largo plazo
- Sentido de responsabilidad, capacidad de decisión, conciencia moral desarrollada
- Capacidad de independencia, no reactiva al ambiente, sino nutrida de interioridad
- Capacidad de amar a otras personas con sacrificio y generosidad
- Mesura y control de las reacciones agresivas de autoafirmación
- Saber depender de quien es más experto y capaz, saber recibir afecto de los demás, saber colaborar con los demás
- Contra impulsos y tentaciones inaceptables, saber luchar con medios normales: dominio, renuncia, sublimación, amor a los valores positivos…, sin reacciones dramáticas.
- Buena adaptación sexual; buena adaptación a los problemas profesionales.
En el conjunto de este elenco de criterios prácticos para discernir la madurez emotiva, prevalecen los que sirven para desenmascarar todo resto de egocentrismo, que es la tara psicológica de cualquier deficiencia respecto a tal madurez".
Fuentes de educación de la afectividad
Lo que más educa es el ambiente, pero eso es muy difícil de definir. Vamos a bajar a lo concreto eso en tres campos.
Primero: disfrutar del arte. El arte tiene mucho de afectivo, aunque no todo: hay inteligencia y técnica. Las grandes novelas ayudan a conocer cómo los grandes personajes reaccionan ante lo grande y menudo: pueden ser modelos útiles. Lo mismo cabe decir de las películas y de la misma música, que, según Platón, tenía la máxima importancia en la ciudad. No conviene dar por supuesto que todo lo que forma puede a la vez deformar o formar mal. Un mal libro da mal ejemplo, sin duda. Y, a pesar de todo, luego puedo aprovecharlo para educar, haciendo notar en qué se equivoca ese personaje en su actuación. Es cuestión de aprovecharlo todo para educar.
El segundo campo de educación de la afectividad va más allá del disfrute del arte. Se trata de la creación artística. Lo ya sabido: interpretar, tocar un instrumento, cantar, dibujar, esculpir. Sin ir más lejos, es muy notable cómo los músicos ponen gran empeño en dar pautas de interpretación: “allegro moderato” es una orden muy equilibrada: toca este con alegría moderada. ¡Qué bien nos vendría esto en una sociedad que parece obviar lo que va más allá de la carcajada ruidosa!
Para finalizar, un tercer campo fundamental en la educación de la afectividad es la familia. De hecho, es seguramente el más importante y casi imprescindible para bien o mal. En mi casa soy yo porque me he fabricado. En mi casa me permito hablar a la cara. En mi casa tengo modelos. Destacaría el papel de los abuelos, esos maestros de humanidad.
La receta más vieja
Detrás de un truco de magia hay muchas veces más trabajo del que parece. Del mismo modo, detrás de la sabiduría popular suelen esconderse muchas vidas y reflexión. Y por eso es un gran regalo la tradición.
Una receta simple para aprender si uno ha conseguido una plena educación de la afectividad es reconocer si uno agradece las cosas, si es capaz de disculparse y perdonar, y si sabe pedir.
El viejísimo “gracias, perdón, permiso”. Lo que tienen en común son dos cosas como mínimo: son reacciones afectivas, y muestran y suponen la gratuidad de las relaciones: reconozco que algo es gratis, te pido que perdones, y pido que me des algo.
En resumen: escribir un artículo cualquiera es difícil. Mucho más, sin duda, vivir de modo afectivo sano. Y más aún educar en ese sentido. Pero llevamos siglos haciéndolo bien. Y no hay motivos para pensar que ahora lo haremos peor.
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