No parece que muchos vayamos a ser top models como Judith Mascó. (Añado entre paréntesis que la primera Judith top model y mil veces pintada en su hazaña es la bíblica. Aquí, su historia, que vale mucho la pena leer. Cuanto más feminista se crea una persona, más).
He leído una entrevista a la top model y me ha gustado. Tremendas palabras, las de esta barcelonesa de 53 años:
“Ser modelo me ha realizado, pero no me ha hecho feliz.
No es que renunie a su éxito (ella ha sido exitosa, qué duda cabe). Sin embargo, se ha dado cuenta de que —y cito el artículo— "lo que la hace feliz es su dedicación en los últimos años a tareas solidarias, que incluye la presidencia de la Fundación Ared, de ayuda a las mujeres en situación de vulnerabilidad, desde hace cinco años".
Si no hubiera nacido con mi físico me dedicaría a las personas. No hay mejor motor de vida que hacer feliz a otra persona”, destaca.
¿De dónde le ha salido a esa mujer esa habilidad social que lleva a la felicidad como consecuencia no buscada enfermizamente? De su casa. Del ejemplo de sus padres. Lo de siempre. Así lo cuenta:
“Mis padres hacían mucha tarea social en los Caputxins de Sarrià y yo de pequeña pasaba más horas allí que en casa. Crecí en un hogar con muchos valores y eso al final rezuma, y cuando ves según qué situaciones, te remueve”.
Y, ahora, la guinda del pastel. O el pastel en sí. Porque lo que me recordaba la buena de Mascó es algo que nuestra sociedad parece no saber. O que ha olvidado. Que la autorrealización no es el objetivo de las personas. Eso que hoy día buscamos —pagamos por ello— no es el fin de nuestro vivir. ¿Y cuál es?
Dejemos a Viktor Frankl —psiquiatra importantísimo, superviviente a un campo de concentración y autor de "El hombre en busca de sentido", entre otras cosas— esa explicación. No se trata del placer ni del poder. Se trata del sentido, del propósito cumplido... de los cuales saldrá gratuitamente la felicidad. Aquí lo explica de modo fabuloso:
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