Desinyoxicarse

(Aviso: es este un texto largo y denso, pero espero que ayude. Queda dicho)

Recientemente he escuchado ese neologismo. Me gustó. Con "t", "desintoxicarse", hay ya miles de páginas. Y tantos más vídeos. 

¿Desinyoxicarse? Acallar el yo que nos resulta tóxico: que nos es dañino, que nos hace daño, que nos hace peores. Que nos inyoxica, porque nos ensimisma, nos idiotiza (del griego "idiós", propio de uno y solo de uno, en griego), nos hace egoístas, cuando no ególatras. 
Pero aquí está, claro, el problema de los problemas. ¿Qué hay que hacer para desinyoxicarse?¿Aniquilar el yo, arrancarlo cuajo? ¿Y quién lo arrancará... sino yo? ¿Y quién queda una vez arrancado? 

Alguno quizás piense que podríamos oportunamente hablar del budismo y su teoría del yo como causante absoluto del dolor por el mero hecho de existir. Un resumen que he encontrado en un artículo que me ha mostrado que, con lo poco que sé del budismo, me basta para lo que nos ocupa hoy:

En efecto, las escuelas budistas consideran que el Yo es algo inexistente, un trampantojo o ilusión, además de una ficción perjudicial para el equilibrio de los individuos y de la sociedad: el Yo es la principal fuente del deseo y el deseo es la causa del sufrimiento.

No, la desinyoxicación no va por esos caminos. Occidente no es budista. (Ya hemos tenido a Hume en nuestra cultura, que decía algo parecido en algún sentido). No entra en nuestra cabeza que el deseo sea la causa del sufrimiento solamente. Es mucho más. Y bueno, tantas veces, Es, por ejemplo, causa de muchos beneficios. Tenemos, sin ir más lejos, sed de Dios: ese deseo al que a veces no ponemos nombre, ese deseo inconfeso tantas otra veces. Deseo que, en el fondo, ha puesto Dios mismo: cerrándose de este modo el círculo. Así se lee en el Catecismo de la Iglesia, en su número 27:
El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar.  
«La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (GS 19,1).
El budismo niega eso. G. K. Chesterton explica a su sugerente manera cuál es la diferencia entre el santo budista y el santo católico: los ideales de perfección de ambas realidades, dicho de otro modo. Son dos visiones del mundo: dos mundos, de hecho.
Veamos un texto de Ortodoxia, esa obra del genial autor:

«No podían existir dos idealizaciones más opuestas que un santo cristiano de una catedral gótica y un santo budista de un templo chino. La oposición se evidencia en cada punto; pero tal vez la prueba más corta sea que el santo budista siempre tiene los ojos cerrados mientras que el santo cristiano siempre los tiene bien abiertos. El cuerpo del santo budista es fino y armonioso, pero la pesadez de sus ojos la sella el sueño. El cuerpo del santo medioeval se ha consumido hasta los huesos, pero sus ojos son terriblemente vivos. No puede existir ninguna real afinidad de espíritu entre fuerzas que producen símbolos tan distintos. Concediendo que ambas imágenes sean extravagancias, corrupciones del credo puro, aún, debe existir una divergencia real que provoque extravagancias tan opuestas. El budista, con peculiar intensidad mira hacia dentro. El cristiano, tiene la mirada fija hacia afuera con una intensidad peculiar. Si seguimos firmemente esta pista encontraremos algunas cosas interesantes. La señora Bésant hace poco tiempo anunció en un interesante ensayo, que en el mundo sólo existía una religión, que todos los credos son versiones o desfiguraciones de ella y que se hallaba dispuesta a decir cuál era esa religión. Según la señora Bésant, esa iglesia universal simplemente es el "yo" universal. Es la doctrina según la cual todos somos realmente una sola persona; que no hay un muro individual entre hombre y hombre. Si puedo expresarlo así, la señora Bésant no nos dice que amemos a nuestros vecinos; nos dice que seamos nuestros vecinos. Esta es la meditada y sugestiva descripción que la señora Bésant nos hace de la religión según la cual todos los hombres deben hallarse en armonía. Y nunca en mi vida había oído una sugerencia con la que me hallara en más violento desacuerdo. Quiero amar a mi vecino no porque él sea yo sino precisamente porque él no es yo. Quiero amar al mundo no como se ama a un espejo porque es uno mismo sino como se ama a una mujer porque es enteramente diferente. El amor es posible si las almas están separadas. Si las almas están unidas el amor es evidentemente imposible».

Pues entonces ¿por qué caminos va esto de la desinyoxicación? ¿A qué nos referimos? Quizás se trata, más bien, de usar el yo para los demás, para los otros. El yo es secundario. Terciario, en el fondo.  

Antes de empezar a citar textos de católicos —sí: occidente es cristiano y fue católico un gran trecho, por eso vale la pena conocer su imagen del mundo—, quisiera citar dos textos que me han hecho gracia y mucha gracia. Se trata de dos artículos del New York Times separados nueve años entre sí, el último de los cuales tiene ya cinco años. (Que cada cual sume para ver cuándo se escribió el primero). 
El primero se titula "El evangelio según yo". Es más que sugerente.
El segundo, más divertido e irónico, como nuestro siglo, lleva por título "El evangelio de San Yo, Yo, Yo". Reconozco que el primero lo he encontrado casualmente al buscar el segundo, que ya había leído hacia unos meses, y es el que quería comentar. O dejar expuesto para que quien así lo desee pueda leerlo. Y ahí lo dejaré: explica cómo el yo, no vigilado y puesto en su sitio, tiende a engrosar hasta pasar a ser un Yo mayúsculo y desorbitado, y a despojar a los demás de su derecho a existir. Una maravilla del periodismo. 

Vayamos ahora —y nos viene como anillo al dedo al hablar de la absolutización del yo— a un espectacular texto lógico y teológico de Jean Guitton, extraído de su delicioso "Mi testamento filosófico", un libro (que recomiendo vivamente tener, también a los más jóvenes) en que imagina haberse muerto y, una vez enterrado y subido a los cielos, entablar suculentas conversaciones con sus filósofos favoritos sobre sus temas favoritos:
"—Guitton, ha distinguido usted el Absoluto que es Dios del Absoluto que no es Dios. Éste ha sido su primer paso. ¿Cuál va a ser el segundo?
—Éste, Pascal: afirmo que todo el mundo admite el Absoluto.
—Es seguro?
—Esto se demuestra por una inducción perfecta. Coja una tras otra las diversas escuelas de pensadores que podemos considerar ateos y vea cómo admiten el Absoluto. Los materialistas conciben la materia como un Absoluto no engendrado e imperecedero o como un Devenir eterno o como una Muerte inmortal o también como una Vida universal o una Naturaleza infinita, pero siempre como un principio primero, radical e irreductible en ninguna otra cosa: el Absoluto. En cuanto a los idealistas, reducen la materia a ser nada más que un correlato del espíritu y, entonces, para ellos el Espíritu o el Yo o la Razón son como el Absoluto.
—Para terminar, Guitton, ¿qué piensa usted de los escépticos?
—Ellos dudan entre varias ideas del Absoluto. Eso demuestra que no dudan sobre el Absoluto mismo.
—¿Hay otro tipo de candidatos al ateísmo?
—No, Pascal.
—Entonces la inducción es perfecta. Pero me queda una preocupación acerca del escéptico. ¿Y si dudara realmente del Absoluto en vez de simplemente vacilar entre varias ideas del Absoluto?
—En tal caso, Pascal, admitiría por añadidura la hipótesis de que sólo pueden subsistir la ilusión del ser y la nada. Esto sería el nihilismo.
—Pero, en este último caso, Guitton, ya no habría Absoluto.
—Al contrario. La nada llevaría inmediatamente una mayúscula y estaríamos en presencia de una metafísica nihilista donde el Absoluto estaría concebido como Nada. Una Nada que no sería nada y que no sería probablemente lo que entendemos por esa palabra.
—Y, por consiguiente, todo el mundo admite el Absoluto. Pero, perdóneme, querido Guitton, tengo otra duda. ¿Y los que no quieren Absoluto? ¿Qué pasa con ellos?
—Hay que distinguir. O bien se han rebelado contra el Absoluto y, por tanto, no lo admiten como real, sin por ello querer amarlo u obedecerlo (primer caso); o bien se imaginan que su rechazo podría impedir ser al Absoluto, y en este caso imaginan su voluntad como un Absoluto que sería la Voluntad con mayúscula. Con lo cual admiten también como real un Absoluto: la Voluntad (segundo caso); o bien (tercer caso) quieren simplemente que no haya Absoluto pero, entonces, o es un deseo ineficaz y estamos de nuevo en el primer caso, o es más que eso y volvemos al segundo caso."
La desinyoxicación que sugiere el catolicismo, ya se ha dicho, no es budista: se trata, más que de olvidarse del yo, de acordarse de Dios y de los demás y el mundo, por Él. Es más: quien no encuentre a Dios, no se encontrará a sí mismo. Ni a los demás. Cuanto más egoístas, más vacíos y sin sentido. 
Veamos el punto de vista católico de una vez por todas. 
Primero, por supuesto, de labios de su propio fundador: Jesucristo. Desinyoxicación total en un sentido muy concreto. Deja de pensar en ti en el sentido más habitual: el mundo para mí. Todo él: 
"¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?" (Mt 16, 26)
Luego, de San Agustín, con una cita de una audiencia de Benedicto XVI en que usa dos de sus fragmentos más significativos:
«Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti» (I, 1, 1). La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. «Porque tú —reconoce Agustín (Confesiones, III, 6, 11)— estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío», interior intimo meo et superior summo meo; hasta el punto de que, en otro pasaje, recordando el tiempo precedente a su conversión, añade: «Tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había apartado de mí mismo y no me encontraba» (Confesiones, V, 2, 2)
Y, para acabar, vamos a ver cómo lo dice San Josemaría, ese santo de mi devoción por la claridad con que habla de la devoción y lo que es más que devoción. He escogido varias obras y fragmentos que explican bien ocho aspectos del desinyoxicarse

1. En primer lugar, las consecuencias de una inyoxicación (la infelicidad) y su solución.
No eres feliz, porque le das vueltas a todo como si tú fueras siempre el centro: si te duele el estómago, si te cansas, si te han dicho esto o aquello… 
—¿Has probado a pensar en El y, por El, en los demás? (Surco 74)

 

2. La consecuencia natural —la desinyoxicación— se explica en este breve apunte que es el 284 de Camino: el deseo de perfección del cristiano no es egoísta, si de verdad es deseo cristiano:
Aspiración: Que sea yo bueno, y todos los demás mejores que yo.

 

3. O este otro, un texto perteneciente al punto 47 del libro Amigos de Dios, en la homilía "El tesoro del tiempo", en que se muestra cuál es el verdadero destino de lo que cada uno tiene como talento personal: los demás, que son otros yoes tan importantes como mi yo, porque son igual de queridos que yo, como veremos algo más adelante:

Mío, mío, mío…, piensan, dicen y hacen muchos. ¡Qué cosa más molesta! Comenta San Jerónimo que verdaderamente, lo que está escrito: para buscar excusas a los pecados (Ps CXL, 4), se realiza en esta gente que, al pecado de soberbia, añade la pereza y la negligencia.

Es la soberbia la que conjuga continuamente ese mío, mío, mío… Un vicio que convierte al hombre en criatura estéril, que anula las ansias de trabajar por Dios, que le lleva a desaprovechar el tiempo. No pierdas tu eficacia, aniquila en cambio tu egoísmo. ¿Tu vida para ti? Tu vida para Dios, para el bien de todos los hombres, por amor al Señor. ¡Desentierra ese talento! Hazlo productivo: y saborearás la alegría de que, en este negocio sobrenatural, no importa que el resultado no sea en la tierra una maravilla que los hombres puedan admirar. Lo esencial es entregar todo lo que somos y poseemos, procurar que el talento rinda, y empeñarnos continuamente en producir buen fruto.

 

4. Porque, claro, al final el mundo de aquí es la primera parte solamente: esto se acaba y hay que llegar a la segunda parte por todo lo alto. De ahí que, en el punto 1050 del capítulo "Eternidad" de Forja, señale san Josemaría dónde —en qué cosas— no conviene centrarse, y en Quién sí: 

No pongas tu "yo" en tu salud, en tu nombre, en tu carrera, en tu ocupación, en cada paso que das… ¡Qué cosa tan molesta! Parece que te has olvidado de que "tú" no tienes nada, todo es de El.
Cuando a lo largo del día te sientas —quizá sin motivo— humillado; cuando pienses que tu criterio debería prevalecer; cuando percibas que en cada instante borbota tu "yo", lo tuyo, lo tuyo, lo tuyo…, convéncete de que estás matando el tiempo, y de que estás necesitando que "maten" tu egoísmo.


5. En el fondo, se trata de reconocer que uno es uno, pero que es, ni más ni menos, que el que es ante Dios. Es decir, que ese uno más vale que sea reconocible por Dios, su creador. Terrible cosa desnaturalizarse tanto que tu propio creador no te reconozca. Así lo apunta Jesús mismo:

Uno le dijo: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» El les dijo: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán. «Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estéis fuera a llamar a la puerta, diciendo: "¡Señor, ábrenos!" Y os responderá: "No sé de dónde sois." (Lc 13, 23-25)

O, como dice el Apocalipsis —último libro de la Biblia—, más vale que responda uno al nombre que aparece en la simbólica piedra que dará Dios a quien venza. 

El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le daré del maná escondido y le daré una piedrecita blanca, y grabado en la piedrecita un nombre nuevo, el cual nadie conoce sino aquel que lo recibe”». (Ap, 2:17)
Si cada uno es quien es ante Dios, que es ni más ni menos que su Padre, resulta que surgen tres consecuencias directas más. La desinyoxicación más profunda está en buen camino:  


6.  Primera: la búsqueda del auténtico yo se propone al cristiano como la primera y más alegre de las tareas del ser humano. Pero frente al dificilísimo y solitario tantas veces "conócete a ti mismo" del oráculo de Delfos, está el cristiano dejarse transformar por Dios —y la propia lucha— en alguien parecido a Jesús, modelo de todo ser humano. Por eso los santos pueden decir —pedir a Dios— cosas como la que sigue, en palabras de San Josemaría: 

Señor, que desde ahora sea otro: que no sea "yo", sino "aquél" que Tú deseas.
—Que no te niegue nada de lo que me pidas. Que sepa orar. Que sepa sufrir. Que nada me preocupe, fuera de tu gloria. Que sienta tu presencia de continuo.
—Que ame al Padre. Que te desee a Ti, mi Jesús, en una permanente Comunión. Que el Espíritu Santo me encienda. (Forja, 122) 

7. Segunda: paz profunda y calma. No hay que preocuparse demasiado de cosas exteriores o interiores: Dios mismo sabe lo que necesitamos: "Así mismo sucede con vosotros: aun los cabellos de vuestra cabeza están contados. No tengáis miedo; vosotros valéis más que muchos gorriones", dice Jesús (asestando, por cierto, un golpe mortal a cierto ecologismo exagerado: el animalismo. Los animales valen, sí; nosotros, mucho más). San Josemaría lo explica de una bonita manera:

A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres. Mi experiencia sacerdotal me ha confirmado que este abandono en las manos de Dios empuja a las almas a adquirir una fuerte, honda y serena piedad, que impulsa a trabajar constantemente con rectitud de intención. (143 del libro Amigos de Dios, en "El trato con Dios"). 
8. Tercera: el hallazgo de la corrección última al frío estoicismo anulador de los deseos del yo. Más allá del "acepta lo que venga, que no tiene sentido", procura ver que lo pasa tiene sentido, por mucho que cueste verlo en tantas ocasiones.

Acto de identificación con la Voluntad de Dios: ¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero! (Camino, 762)


No pretendíamos agotar el tema, lógicamente. Pero quedan dichas ya algunas cosas sobre la desinyoxicación. 

Ojalá las pongamos en práctica cuanto antes, con la ayuda del Dios que es Familia: Trinidad.

 



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