Releyendo "La Odisea" en 2024. Introducción: volver a casa

¿Qué nos puede ofrecer
 La Odisea en pleno 2024? 
Somos, qué duda cabe, hombres absolutamente modernos y tecnológicos. ¿A qué molestarse con leer —releer, incluso— ese mamotreto griego en verso?

Hay muchos motivos para hacerlo.
Pero vayamos poco a poco. 

En primer lugar, resumamos en pocas líneas esa obra maestra inmortal: La Odisea —ese poema griego de 24 cantos, atribuido a Homero, del siglo VIII a. C. — narra la vuelta a casa, tras la guerra de Troya, del héroe griego Odiseo (al modo latino, Ulises). 
Además de haber luchado diez años en esa guerra, Odiseo tarda otros diez más en regresar a la isla de Ítaca, de la que era  ni más ni menos que rey. 
Durante esos veinte años, su hijo Telémaco y su esposa Penélope —prototipo clásico de mujer activamente fiel— han de tolerar en su palacio a los pretendientes que habían dado por muerto a Odiseo, y que se dedicaban a consumir los bienes de la familia. 
Serán 20 años, toda una odisea, de trabas de todo tipos (muy increíbles, sin duda) para impedir su regreso. Pero, al final, spoiler obvio, acabará llegando del modo más épico.
Es, como mínimo, una historia impresionante. Por eso ha sido muchas veces —también en la actualidad del 2023— tomada como ejemplo o excusa. Destacaré la novela "Ulises" de Joyce, la película "Un día de furia", de Joel Schumacher; otra película: "O'Brother" de los Coen, o la novela "La autopista Lincoln", de Amor Towles, que tengo el gustazo de estar leyendo (motivo por el cual, seguramente, he vuelto a releer La Odisea)

La actitud y acciones de Odiseo en esos diez años que dura su regreso a casa son la primera gran lección de La Odisea. Porque la mejor arma de Odiseo no son sus brazos o sus lanzas: es su prudencia. Gracias a su viva inteligencia —además de la inestimable e imprescindible ayuda provista por la diosa Palas Atenea, hija de Zeus Crónida— es capaz de escapar de los continuos problemas a los que ha de enfrentarse por designio de los dioses. Para esto, planea diversas artimañas, bien sean físicas —como pueden ser disfraces— o con audaces y engañosos discursos de los que se vale para conseguir sus objetivos.

Leído ese breve resumen, la cosa puede estar parcialmente clara ya. Hay quien considera La Odisea el primer tratado de moral de occidente: la primera regla de comportamiento de ser humano de nuestra civilización. A base de historietas, como debe ser. Ya vendrán más tarde Sócrates, Platón, Aristóteles y el resto del mundo a razonar lo que ya sabemos que funciona y que nos atrae como seres humanos. 
¿Por qué se le considera básico en occidente? Porque a todos nos retrata, porque va a lo fundamental: porque todos estamos, como el desgraciado aunque asutísimo Odiseo, volviendo a casa. Ese es el marco de toda la moral: volver a casa. Y esa vuelta a casa es cierta de varias maneras:  

1. Cada cual tiene que volver una y otra vez a su casa interior. Somos, cada uno a su manera, un habitante y una habitación. Si no estoy a gusto connmigo, ¿qué me queda? Todo lo demás se vuelve problemático.
Ese volver una y otra vez a nuestra casa, puede tomarse como el problema clásico de la relación cuerpo-alma o mente-cerebro. Pueden usarse otros nombres, pero se acaba uno refiriendo a si tenemos cuerpo pero somos otra cosa (un alma encarcelada en un cuerpo), o, por el contrario, somos solo nuestro cuerpo (el alma es una creación del lenguaje), o, en tercera opción, somos una sola cosa, pero mezcla de las dos: espíritu encarnado o cuerpo espiritualizado. Es muy importante diferenciar qué visión de uno se tiene porque cada paso deductivo que demos tendrá diferentes conclusiones. La tercera opción es la más equilibrada, porque es más real. 
En efecto, el volver una vez y siempre a nuestra propia casa puede también tomarse como la necesidad de ordenar esa casa que somos para nosotros mismos: hemos de com-portarnos, llevarnos a nosotros mismo —como un peculiar caracol personal— por el mundo: llevarnos bien con nosotros, conociéndonos y mejorándonos. Aceptar nuestro cuerpo, porque somos nosotros, aunque no solo seamos un cuerpo. Salta a la vista que si uno piensa que es espiritual y solo tiene un cuerpo (que en definitiva no es uno mismo), puede darse la necesidad de cambiar ese cuerpo, que sería ni más ni menos que un estuche que uno decora y quita y pone a su gusto. 
G. K. Chesterton usa esta imagen de la casa como lo que uno es y como lo que uno ha de conquistar y reconquistar para lograr ser de modo total: entrar en mi propia casa después de separarse de ella y vuelve y entra en casa ajena, porque se descubre y redescubre a diario, tan rica es en profundidad.
Veamos un texto de su El hombre eterno para acabar este apartadito:
"Hay dos formas de llegar a un lugar. La primera de ellas consiste en no salir nunca del mismo. La segunda, en dar la vuelta al mundo hasta volver al punto de partida. En cierta ocasión intenté plasmar dicho itinerario por escrito. Ahora, sin embargo, abandonaré aquel tema para abordar otra histo ria que nunca escribí. Un relato que, como todos los que nun ca escribí, será sin duda el mejor que jamás haya escrito. Pero es tan probable que nunca lo escriba, que lo utilizaré aquí de modo simbólico, ya que constituye un símbolo de la misma verdad. El relato, tal como lo concebí, tendría lugar en un valle rodeado de amplias laderas, como las que sirven de fondo a los antiguos Caballos Blancos de Wessex. Cierto muchacho, cuya granja se encontraba en una de las vertientes, decidió viajar un día en busca de la figura o los restos de algún gigante. Y, cuando se hallaba a cierta distancia, volvió la mirada atrás y descubrió que su propia granja y jardín, que brillaban sobre la colina como los cuarteles y colores de un escudo, for maban parte de una especie de figura gigantesca; un lugar en el que había vivido siempre y que había pasado desapercibido a su mirada debido a su cercanía y a la enormidad de sus dimensiones. En esta imagen creo que queda fielmente reflejado el progreso de toda inteligencia verdaderamente independien te hoy en día, y en ella reside el núcleo de este libro."
2. En un segundo sentido, cada cual tiene que descubrir que su casa exterior, su familia, de la que somos fruto más o menos feliz, se suele proyectar en una nueva casa.
No somos lo que hemos vivido en nuestras infancias, pero influye en nosotros, sin duda. En mi casa es donde yo soy más yo. Así debería ser. Además, de modo gratuito. De modo maravilloso lo dice Dostoievksy en El adolescente:
—Tú, mi querido Arcadio, no debes enfadarte con nosotros; personas inteligentes las encontrarás a montones, pero, ¿quién te querrá si no estamos nosotros?
—Precisamente por eso el cariño de los padres es inmoral, mamá: es una cosa inmerecida. Y el cariño debe ser merecido.
–Ya te lo merecerás más tarde; mientras tanto, se te quiere gratis.
En la gratuidad del amor ajeno se descubre el valor que uno tiene: la sana autoestima. Yo me sé valioso cuando me dicen que valgo.
Un amigo mío, maestro de maestros, decía que el objetivo de los padres es que sus hijos se puedan ir de casa, se vayan de hecho, puedan volver y vuelvan de hecho. Seguro que lo decía mejor, pero la idea está ahí: formar para la libertad en libertad y para el amor agradecido que reconoce los bienes y los devuelve.

Está en el corazón del hombre el deseo de desarrollarse y mostrar al mundo de qué es capaz uno, y el querer dejar huella. Seguimos con Chesterton aquí:
 "Todo hombre normal desea una casa propia. No aspira solamente a que lo cubra un techo y a que le dé descanso un sillón. Desea para sí un reino visible y real, un fuego donde poder cocinar la comida que desea, una puerta que pueda abrir a los amigos que le plazca. Este es el apetito normal de los hombres. No digo que no haya excepciones. (...) Pero la normalidad del hecho no tiene réplica. Lo que afirmo sin retractarme es que si a casi todos se dieran casas, casi todos se sentirían satisfechos”
3. Cada cual tiene que descubrir que, además, hay un destino último al que estamos llamados, y que sobrepasa a estas dos últimas casas de las que hablábamos aunque cuenta con ellas.
La vuelta a la casa familiar como ideal de felicidad. Sin embargo, no solo La Odisea muestra esa vuelta al hogar, El cristianismo, con su parábola del hijo pródigo o del Padre misericordioso, se refiere también a esa ulterior dimensión hogareña a la que estamos destinado: el hogar definitivo. Estamos viviendo como quien va de camino a su casa o patria definitiva; en status viatoris, estado de quien camina, se decía en latín. Me venía a la cabeza un texto impresionante de un libro no menos impresionante: El padre del hijo pródigo, de Jose María Cabodevilal. Disfrútenlo (yo lo he comprado 2 veces ya):

“Las imágenes que a menudo se han ofrecido del cielo eran ineptas, muy insatisfactorias. El hombre anhela un lugar a la medida de su corazón y le dan un cielo abstracto, desea una casa y le presentan el Empireo, quiere una patria y le dan un estado, quiere una familia y le ofrecen una corte. Desearía un hogar y la muestra en un palacio. La parábola del hijo pródigo nos ha dado la imagen más justa y convincente del cielo: una casa paterna. Y cuando el hijo pródigo añora esa casa, o lo que es igual, cuando el hombre deja hablar al niño, el niño que fue y que nunca dejó de ser, entonces ha comprendido en qué consiste la bienaventuranza. Ese niño recuerda un espacio cálido y sosegado, una sensación de cobijo, bienestar  Y seguridad, la presencia constante de un ser benéfico junto a él, alguien que consuela y apacigua y dice que todo está bien y en orden, una luz amiga que se filtra por la puerta entreabierta del dormitorio. Se trata de vivencias tan hondas, tan primordiales, que pertenecen a la estructura misma de la memoria, más que su contenido. En el principio era la casa, y lo será también al final. Me pondré en camino, volveré a la casa de mi padre. No un palacio, sino una casa paterna. No un Rey, sino un Padre. Así describió Jesús en el cielo. En sus labios, la descripción alcanza la categoría de definición rigurosa. El nos habló de la casa del Padre y dijo que en ella hay habitaciones para todos y que el mismo personalmente nos prepararía el sitio (Juan 14,2). Todo lo contrario de un palacio dispuesto para los invitados: allí nos vamos a hacer “huéspedes o advenedizos”, sino “familia de Dios” (Efesios 2,19).  (Pag. 128-129)
Eso mismo dicen los protagonistas —cada cual a su manera— de los dos documentales, tan diferentes, que he visto últimamente sobre conversiones: son regresos a Ítaca, vueltas a casa del Padre. 
El primero es "Regreso a Ítaca", y dura una media hora. 
El segundo, "Converso", de más duración: una película que te mete hasta la mesa de una familia de armas tomar y auténtica como las lechugas de los huertos.

Todo eso sugiere —puede sugerir, como mínimo— la lectura de La Odisea. O su sola mención. 
Poco a poco iremos aportando consideraciones a cada canto: los clásicos no se gastan y siempre proponen.

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