“More”: más, en inglés.
Todo parece estar sometido a “la regla del más” en nuestros días. De hecho, bien pensado, todas las demás actitudes o valores que hemos citado hasta el momento, dejan de serlo por el hecho de que están fuera de madre: se les ha exigido más y más. “In medio virtus”, decía sin embargo la doctrina aristotélica.
Por ejemplo, es bueno que algo sea útil, pero la búsqueda de lo más útil siempre (o sea, durante más tiempo) tiene resultados negativos, que saltan a la vista y que ya hemos comentado. Y lo mismo podríamos decir de lo fácil, lo novedoso, etc.
Pero el “más” que ahora toca comentar no este. Se refiere a la cantidad, directamente considerada: tener más dinero, tener más cosas (más coches, más casas, etc.), comer más, de más calidad, beber más, divertirse más… Siempre más.
La razón es, al parecer, obvia: si algo es bueno, cuanto más mejor. He tomado esta bebida. Me ha sentado bien. Tomo más. Y así, hasta que, de hecho, me sienta mal.
En teoría, podría sostenerse que la moral y la salud no tiene que ver, y que nos movemos en el terreno de los hechos. Pero sucede que la moral no puede estar, naturalmente, en otro ámbito: se trata de ser, de hecho, buenos. Lo mismo con la educación: dirige sus esfuerzos a que el educando sea bueno de hecho. Dice Joseph Pieper —en Las Virtudes Fundamentales— que es precisamente en la templanza donde se ve que salud y moral tienen ciertos puntos de unión.
Si nos fijamos en los dos campos que venimos estudiando hasta ahora, el trabajo y el amor (y añadiremos brevemente la religión), observaremos que tampoco quedan a salvo. Al contrario, cuanto peor es algo, más daña a lo mejor. En este caso, al trabajo y al amor.
En cuanto al trabajo, la mentalidad actual nos ha llevado a extralimitarnos. Se busca sin ningún tipo de mesura y por principio el más. ¡Cuántas veces el problema de los padres es que tienen que trabajar más y más horas, y no tienen tiempo para sus hijos!
No sólo eso. La exigencia, y la autoexigencia, deben ser cada día mayores. Porque hay que ganar más que el día anterior, que el mes anterior, que el año anterior.
Los universitarios, en otro orden de cosas, deben estar cada vez mejor preparados.
Ya no basta con tener una carrera: mejor dos. Y, además, un máster. No es suficiente ya, por ejemplo, saber una lengua. Dos, como mínimo. O tres.
Quizás parezca esto poco aplicable a primera vista a los chicos. Pero se puede emplear. La exigencia, las comparativas, el multitask –la multitarea– desde que apenas saben escribir… Y así, se cometen –opino– verdaderas barbaridades. Colegios en que se habla castellano y catalán aplican sus energías al inglés… y al chino. (No estoy en contra de los idiomas, sino de los atropellos).
“Non multa, sed multum”, dice el adagio latino: "no muchas cosas, sino mucho". En castellano tenemos una traducción buenísima, y más campechana: “quien mucho abarca, poco aprieta”.
Como decía, con alta dosis de sarcasmo, un amigo profesor: “ahora nuestros jóvenes saben decir tonterías
superficiales en cinco lenguas”. Educar esto en casa tiene de sencillo lo mismo que de cansado. Se trata de vigilar desde pequeños que nuestros chicos acaben bien las cosas, y que estén a lo que están.
Aplicar el "más" al amor puede hacer daño si no se hace con medida: más parejas, más contactos, más relaciones, más número. El centro de la relación, que deviene fácilmente numérica, es uno mismo. Y eso mata el amor, que es naturalmente alocéntrico: centrado en el otro. Por no decir otra vez que las personas somos enemigas del número: tenemos nombre y apellidos, historias e histerias sumamente personales.
En cuanto a las relaciones con Dios, a la religión, el "más, más, más", puede ser de lo más dañino. No iré a una vela, sino a tres. No rezaré un rosario, sino tres. Por supuesto, conviene discernir, pero el "más" no es norma general que valga: lo que Dios quiera; eso es más.
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