¡Trayos y ruenos! (o "La verdadera historia del archifamoso e ilustre Paco Pérez, funcionario oficinista")
Érase una vez un funcionario.
Era ni más ni menos que tal y como alguna vez se les ha descrito con mucha injusticia y poca inventiva: abúlico, gris, algo panzudo, casi torpe y, por encima de todo, muy disléxico.
Cada día, armado de su solo bocadillo de pan con pan y mantequilla solitaria, afrontaba con resignación su jornada laboral de ocho enteras horas, con todos y cada uno de sus minutos. Aferrado a la ingenua esperanza de que "el mañana siempre es mejor que el hoy" —solía repetir algunas frases a modo de dicho, cosa que, con el tiempo y la constancia, había llegado a parecer muestra de superior sabiduría a contados funcionarios más lerdos e iletrados que él—, avanzaba pesaroso por el sombrío pasillo que daba de lleno a su caótico escritorio.
—¡Trayos y ruenos! —gritaba de modo invariable al toparse con su repleta mesa—. ¿Cuándo aprenderé a ordenar mis cosas? ¡Así no hay quien trabaje!
Pero nadie respondía, porque no había quien lo hiciera: siempre llegaba media hora antes de que su jornada comenzara legalmente. Dirigía entonces su pesado cuerpo hacia la máquina expendedora de cafés, que parecía estar más dormida que él. De nuevo, con una sonrisa apenas esbozada, susurraba a modo de contraseña su sexta (evitamos al lector algunas) frase habitual: "Un café salvador te libra del día más desgarrador". Cada tres o cuatro días —no puede hacerse una ley exacta de esto— sus posibilidades oratorias se truncaban en ese momento, y el "café salvador" pasaba a ser "safé calvador", cosa que jamás oyó decir nadie, pero que convenía remarcar en este breve relato y que, de existir, daría cierto miedo.
Lo cierto es que el café, por más que barato (apenas costaba medio euro), era apetecible a aquellas horas y, como aseguraba Paco guiñando el ojo a no se sabe quién, "hoy también se teja dragar bastante bien, claro que sí". Mientras sorbía su ardiente café con fruición exagerada —"está en su punto, hummm"—, la mirada de Paco, traviesa y tan disléxica como su propietario, iba de lado a lado del gran edificio en que se encontraba, sin apenas detenerse. Sospecho que ningún experto en teoría de juegos podría generar un algoritmo para descifrar el orden —el desorden— de su mirar: el paquete de chicles, una lata cualquiera de Aquarius, aquel preciso papel bajo la pata de la mesa de su compañero Ismael, un tablón de anuncios con un teléfono corregido con rotulador, un fluorescente sin placa protectora, un papel casi caído en el extremo de una mesa, sus manos, el fondo azucarado del café...
Al acabar con el líquido despertador, Paco lanzaba con escaso estilo y puntería el vasito a la papelera. Y no solo fallaba el tiro, con una constancia tal que demostraba por derribo y a sensu contrario que la práctica lleva al éxito en cualquier cosa mecánica, sino que, día sí, día no, se ensuciaba la camisa, con el volteo incontrolable del vaso, que no quedaba hasta entones plenamente vacío.
"Un cigarro y a trabajar". Solo que, durante ese cigarro, que acababan siendo dos y hasta tres (dependiendo de la dificultad del necesario sudoku), llegaban ya casi todos sus compañeros.
—Hola, Paco —saludaba Marta desde sus esforzados casi sesenta y cinco años.
Paco la adoraba: "toda una funcionaria". Se refiriera lo que se refiriera, no hay modo de conocer el motivo por el que Marta era su compañera preferida y la más valorada en las encuestas. Tal vez era por todo.
—Paco, el seis arriba a la derecha —sonreía al pasar Sígfrido, sin apenas mirarle—. Si no, el ocho. Los hacen siempre igual, que no te das cuenta.
—¡Qué sabrás tú, bobo simplón, si no tienes estudios! —le respondía. Lo cierto es que la duda le consumió durante un tiempo, hasta que comprobó que lo que decía su compañero no era verdad.
Y así, entre bromas y veras, cigarros y sudokus y saludos a compañeros, cerca ya del medio día, llegaba nuestro hombre a su escritorio.
Durante la primera media hora, se sentaba una y otra vez, de modo que su espalda estuviera cómoda. El proceso requería un tiempo, no vaya a creer el lector. Disponer de modo adecuado un inabarcable trasero —por no hablar de su desmesurada tripa— como el suyo no era labor fácil. Como el presupuesto de la oficina era limitado (a las necesidades del jefe de zona), no había dinero para comprar una silla adecuada para Paco. Una en la que cupiera sin tener que embutirse, con lo precisa que es esta palabra en este contexto y situación.
Una vez sentado y predispuesta su paciencia, se disponía a ordenar sus carpetas en los tres pilones de portafolios (el del medio era ligeramente más elevado) que ocupaban su mesa: "para ahora", "urgente" y"seguimiento de fondo". Con paciencia de copista medieval, abría uno a uno los portafolios y, con mirada complacida y llena de interés (a veces, real), musitaba algunas palabras del estilo "a ver esto..., sí, por supuesto...". O "hummm, esto, aquí", y cambiaba de lugar alguna de esas hojas. Muchas otra veces, no las cambiaba, y eso significaba que el trabajo del día anterior había sido bueno. O que no había leído ni una línea. "Hombre prevenido vale por tres", se decía, cada vez que acaba de revisar uno de esos pilones.
No corramos tan de prisa, sin embargo, no vaya a ser que nos olvidemos del gesto por antonomasia en la vida de Paco Pérez: el redondeo doble. En efecto, los documentos que contenían las carpetas —heredados en su mayoría del anterior y legendario funcionario— contenían información importante y útil sobre los más diversos temas. Asuntos, por otra parte, de los que Paco Pérez sabía más bien poca cosa.
Pero no nos vayamos por las ramas. El gesto. El gesto, en efecto, era y sigue siendo de vital importancia. Paco Pérez, ser humano de lo más corriente en la vida que vivimos hoy día, tenía pundonor. Y una noción muy elevada de sí mismo.
Cuando, enfrascado (por decir algo) en la revisión de uno de aquellos documentos, algún compañero se acercaba por detrás o por delante, o acudía a su encuentro a pedir un sobre o un clip o una colaboración o a lo que fuera, Paco, como si de un gesto instintivo se tratara, redondeaba con dos perfectas elipses las primeras palabras que tuviera en la vista. "La importancia de las cosas", aseguraba de vez en cuando, "viene de lo que nosotros queremos". Y, así, "Gasto en reservas", por ejemplo, era una de las que últimamente había redondeado. Por lo menos estaban en un subtítulo del documento. "Pero no", otra de las parejas ganadoras. "Firme aquí", otra. Y podríamos seguir, pero no conviene. Lo importante es, como ha adivinado en efecto el lector, destacar el triunfal gesto de apretar los labios con que remataba su faena, como quien está plenamente satisfecho de, ¡qué sé yo!, haber encontrado las palabras más importantes de un texto de intrincada lectura.
A las doce de la mañana, cuando apenas se acercaba el final de la revisión del primer pilón de carpetas, Paco Pérez, con un audible resoplido propio de quien trabaja a conciencia y necesita un parón, hacía, en efecto, un parón. Un parón con todas las de la ley: una buena hora de cafés, cacahuetes (o demás chucherías) y cigarros, en plural.
"Chismorreos y comadreos, acciones propias de hombres necios", apuntaba una y otra vez antes de meterse de lleno en las conversaciones de sus compañeros, de las que habitualmente, por supuesto, no tenía ni la más lejana idea. Su tosca risa, casi porcina y demasiado ruidosa, desfiguraba su rostro y cortaba en seco toda conversación intelectual, alegando que no eran más que unos pobres funcionarios, y que de coches, comadreos de casaderas y divorcios, y deporte debían hablar en esos parones tan necesarios.
(seguirá, tal vez)
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