Paellas, las justas

Cuento breve y surrealista. Rezo por los valencianos difuntos y por todos los demás. 

17:35. Primera llamada. La madre de Juan. Su hijo, que no se encuentra bien. Ha vomitado ya varias veces. Mi gozo en un pozo. Me pregunta qué hemos comido. Intento disculparme y le digo que ha sido paella, y que era la primera que hacía. Unas risas forzadas. Ahora es ella la que se disculpa. Le digo que no pasa nada, que lo siento, y me despido. Sentado en el sofá, intento comprender qué ha salido mal. No logro comprender. Todos lo han visto: ha sido una fiesta de cumpleaños fantástica…

17:42. Maricrís, la madre del mejor amigo de mi hijo. Mucho más diplomática, me cuenta lo bien que se lo ha pasado Pedrín y lo contento que ha vuelto de la fiesta, además de lo original que le parece el plan de
celebrar el cumpleaños con una paella. Le doy las gracias por su amabilidad, mientras me espero lo peor. Y llega, cómo no. Algo solapada, me deja caer la pregunta “por el plan, en general”. Me dice que no sabe
qué han hecho después de comer. Respondo que no entiendo a qué se refiere. Y, al final, cede: que Pedrín está de vómito en vómito, y que no sabe si la comida le ha sentado mal, o si es porque han ido a la piscina a hacer el tontaina y se le ha revuelto el estómago. Rápidamente, reconozco con cierta habilidad y como pasándolo por alto que es mi primera paella y que ya se sabe, pero que los chicos, ya se sabe también, son revoltosos y no han parado de saltar en la colchoneta toda la tarde, y que luego, en efecto, como ella tan bien ha adivinado, han ido a la piscina y demás. Por su risa nerviosa entiendo que no ha colado. “En fin”, concluye, “no pasa nada: era por saber”. Yo añado a mi sincero “espero que se recupere pronto” un "gracias por todo” algo más abstracto, y un “ya nos veremos” a modo de conclusión.
Mientras cuelgo, pienso en lo desafortunado que habría sido decir lo quea punto a estado de escapárseme de la boca: “son cosas que pasan”.
Vuelvo a sentarme: los nervios van en aumento.

18:01. Otro telefonazo, que me saca de mis pensamientos negativos. Doy un bote y cojo el aparato. Gracias a Dios, es inalámbrico y me permite, como ya he ido haciendo, dar vueltas y más vueltas por la sala de estar en un correteo que empieza a parecerse al trote. De buenas a primeras, no reconozco la voz de quien me habla. Es Maite, mi mujer. Se asusta, lógicamente, y me pregunta qué tal. Así: qué tal. Deduzco que sabe algo.
Así es: a ella también la han llamado. No tiene sentido mentir, así que le cuento todo lo que ha pasado: las llamadas, mis nervios… Intenta consolarme y casi lo logra. Nos despedimos y vuelvo a colgar.

18:07. Sólo he tenido dos minutos de pausa: vuelve a sonar el maldito teléfono. Mientras descuelgo, pienso por primera vez que la paella es un mal invento. No sé si adelantarme y pedir perdón, pero no me da tiempo: Jorge, padre de Jorgito, no es tiene tanto tacto como su mujer. Está enfadado. Me dice, literalmente, que “es una gran irresponsabilidad y, en fin, una soberana estupidez no solo tomar paella para celebrar un cumpleaños, sino hacer probatinas con los chiquillos”. En lo más profundo de mí, y venciendo por momentos el orgullo que me corroe, reconozco que tiene razón. Pero no se lo digo: el silencio habla por mí.
“Los experimentos, con gaseosa, Juan”, concluye. Y cuelga. Ha sido francamente grosero. Acerco un sofá y me siento: sus palabras me han dolido en lo más hondo. Cualquiera que me viera se preocuparía por mi estado: con la mirada perdida y los brazos caídos, sostengo a duras penas un teléfono, mientras mis piernas, estiradas y fláccidas, parecen dos trompas de elefante. “Voy a llamarle”, decido. El orgullo tiene esas cosas: vuelve una y otra vez.

18:11. Llamando a Jorge. No coge. Pienso, lleno de rabia, que tiene suerte, porque…, porque le iba a caer un buen chorreo. A todas estas, ha sonado el pitido del buzón de voz y no lo he oído. Sigo fantaseando, pero ahora, sin darme cuenta, en voz alta. Al cabo de unos minutos, un ruido muy familiar me devuelve al mundo real: es Maite, que acaba de dejar sus llaves en el cenicero de la entrada. “No dejes colillas ahí, so guarro”, vuelve a decir. No sé cómo me soporta. Será que me quiere. Con un “perdón” todavía en la boca, escucho con horror su pregunta: “¿con quién hablabas?”. Pánico: eso es lo que siento. Cuelgo inmediatamente, e intento recordar a quién estaba insultando…, y de qué manera. La voz de Maite llega desde el pasillo, clara como la luz del día: “Sea quien sea, tendrás que llamarle otra vez y pedirle perdón: se te ha ido la cabeza, cariño… ¿Era otro padre? Más te vale, porque espero que no estuvieras hablando así a una madre”. Me dejo caer en el sofá a la vez que mi mujer entra en la sala de estar. Creo que lo ha entendido todo porque, con un gesto que no sé explicar, se acerca, me toca la frente, coge el inalámbrico y
susurra, mientras busca el registro de llamadas: “Demasiadas emociones para hoy. Ya llamarás mañana. ¿Era Jorge?”. Ante mi silencio, remata: “No te rindas, cariño: ya te saldrá mejor otro día. El arroz es puñetero”. 

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