Caperucita roja (cuento altamente versionado)


En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho vivía una preciosa doncella, madre de una a su vez fermosa criatura de diez ingenuos y tiernos años. Por su belleza simpar y por el bermejo color de la capa que su madre le había cosido para los fieros días de invierno, la llamaban, no sin una alta dosis de epitetismo, Caperucita Roja.

Sandrina, que por este nombre se conocía a la deliciosa criatura, era un poco revoltosa, como todas las niñas de su edad. La maldad de sus travesuras, sin embargo, no iba más allá de la del niño que rompe un jarrón, por preciado que sea.

Sandrina era, por lo demás, una niña obediente, como naturalmente correspondía a la esmerada, integral y concienzuda educación que había recibido de sus padres. “No más díscolos en casa”, había oído desde su primerísima infancia.

Un buen día, su madre, prudente pero capaz de ejecutar a un toro con sus poderosos brazos, siempre guiados de su despierta y serena inteligencia, encargó a Sandrina una misión de difícil y ardua consecución: llevar a la abuelita un cesto con mermelada de almendras y compota de manzanas, sus platos preferidos.

—Verás, Caperucita mía —explicaba la tierna madre—: abueli está un poco enferma... y sola. Deber ir a llevarle los postres que con tanta solicitud le he preparado. No seas díscola y acude con prontitud y alegría a llevarle lo que te pido.

—Claro, madre —respondió tímidamente el angelillo divino—, pero ¿debo cerciorarme, antes de emprender tan larga caminata, de la seguridad del camino por ti trazado?

—Hija mía: eres del todo similar a mí. Tus sabias y prudentes palabras denotan tu sapiencia y el pronto acatamiento a mis órdenes. Sabe, hermosa flor, que debes escoger el camino arduo y angosto, puesto que un feroz lobo, de afiladas orejas y dentadura, espera escondido tras los arbustos del espacioso sendero que no debes tomar.

—Sí, madre: obedecerete sin demora. Dame, por tanto, los pasteles, que sin más tardanza recorreré la distancia que me separa físicamente de abueli. Bien sabes, en efecto, que mi corazón está siempre con ella...

—Anda, hija. Ve, pues, y regocija a abueli con tu presencia y con el aroma y gusto adorable e inconfundible de mis exquisitos postres.

—Sí, madre. Volveré a la hora prevista. No temas por mí.

—Sin duda, pequeñuela mía: tu prudencia no tiene parangón y, si acaso, es sólo comparable a las potentes alas del majestuoso cóndor, que le llevan a mirar de hito en hito al también majestuoso sol. ¡Vuela, pequeña, vuela!

Sandrina, henchido su pecho por el gozo de ser la más prudente de las niñas de la esfera, bajó las escaleras del castillo una por una: con suavidad, con garbo. Al llegar a la última, salió a la calle y tomó un taxi: un precioso BMW del último modelo, un canto al poder creador de la técnica.

El taxista, de aspecto ciertamente robusto, le preguntó con una inusitada amable voz:

—¿Y bien? ¿Dónde queréis vos que os lleve?

La chiquilla, halagada por la melosa voz de aquel hombre de apariencia ruda, contestó sin dilación alguna:

—Al cruce de caminos.

—¿Al que lleva al hermoso bosque, tanto como peligroso e inadecuado para una niña como vos?

—No, sin duda, gentilhombre. Llevadme, más bien, al que tan sólo una niña prudente y valiente como yo puede recorrer en una tarde.

—No existe tal.

—Sí: mentís con descaro, vulgar taxista.

Sandrina era niña, mas su carácter marcadamente camioneril afloraba con una poco deseada frecuencia. El taxista, que había escuchado con estupor las duras palabras de la muchacha, veía en su cara sonroja el arrepentimiento por haber dicho aquella frase.

—Perdonadme, os lo ruego. Os he juzgado mal. No sois vos el vulgar, sino yo. Os pido por favor que aceptéis mis disculpas.

—Así lo hago, ángel divino. Os llevaré al camino que pedís, aunque no os aconsejo que demoréis el regreso al hogar paterno...

—Materno —corrigió Sandrina, esta vez suave y delicada.

—Perdonad. Lo lamento.

—No es culpa vuestra. Mi buen padre murió años ha, cuando apenas podía reconocerle y llamarle papá.

—Vuestra madre es, por tanto, un tesoro de incalculable valor.

—Sí. Y también mi abueli, a la que voy a ver, con vuestra colaboración.

—Por supuesto. Vayamos...

El motor llevaba encendido mucho rato, pero era tan perfecto que apenas emitía sonido alguno, así que, cuando por fin avanzó uno metros, Sandrina no pudo contenerse y dijo:

—Perdonadme, buen hombre, mi mucho hablar: he desperdiciado su gasolina, que debo, sin duda, pagar.

—No os sea enojosa la cuestión económica, ángel divino, puesto que, a una dama como vos, no puedo ni quiero cobrarle un mísero y rancio euro.

—Sea así.

—Así sea.

—Amén.

—Aleluya.

Un patético y breve espacio de sonrisas pueriles llenó el silencio que siguió a las últimas palabras antes de avanzar a gran velocidad por la calle principal del pueblo de Sandrina, la Caperucita Roja.

Al poco de recorrer las estrechas calles que conducían al destino deseado, el taxista, que estaba más que perplejo por la sabiduría y el bien hacer de la niña, le preguntó, cortando de nuevo el frío silencio:

—Decidme, divino ángel, ¿qué pie calzáis?

—¡Qué ocurrencias tenéis, buen hombre! ¿Por qué os inquieta la ignorancia de ese caprichoso dato?

—¿Debo explicároslo, señora? Tal vez os aburra el razonamiento, si lográis, por otra parte, comprenderlo...

—Decidlo en buena hora y sin miedo, gentilhombre, que mi tierna edad no se aplica a la de mi inteligencia.

—Se trata, sin embargo, señora, de física cuántica...

—¿Y bien? Más sorprendente es que yo no sepa lo que vos me digáis que no que vos lo sepáis, taxista como habéis nacido... ¡Oh, perdonad, buen hombre! De nuevo debo corregir a mi lengua viperina. Disculpad la ruindad de mis palabras...

—No hay malicia en ellas, ángel divino: hasta el mayor de los ciegos lo vería. Veo vuestra lucha y me conmuevo. Os diré, por tanto, por qué inquiría en lo referente a la longitud de vuestros angelicales pies...

—Sin más demora, por el Cielo.

—La medición de la distancia no es problema de fácil solución, pero el hombre, en su innata y característica habilidad para enfrentarse al mundo, logró el fin que se proponía e inventó la geometría...

—Así es. Pero no alcanzo a vislumbrar la relación de ese tan importante hito en la historia de la humanidad con su teoría, a no ser... que queráis vos hablarme de la velocidad, o tiempo que tardaré en recorrer una cierta distancia...

—Bravo, chiquilla. Dejad que me calce las gafas oscuras, pues me deslumbra vuestra rapidez mental y vuestra precisa capacidad de raciocinio...

—Era la única posibilidad, puesto que, y disculpad mi atrevimiento, he supuesto que desconocéis la teoría de Einstein al respecto...

—De nuevo, bello ángel, suponéis bien, y he de confesar...

—Perdonad la intrusión en el discurso, pero os habéis pasado el cruce, buen hombre.

—¡Cielos! Cierto es. Perdonadme. Sin dilación volveré a recorrer el camino...

—No procede, buen taxista, que doy por bien andado lo que vos me habéis ahorrado. Desconozco, sin embargo, nuestro paradero actual...

—Debemos de estar...

—... a no ser que estemos, como sugiere a mi ínclita capacidad psicoquinética la visión de aquellos arbustos tras los que asoma la cola de un lupus lupus, en...

—Lupus...

—Un lobo, buen hombre. Ved vos mismo lo deficiente de su modo de esconderse tras los no suficiente espesos matorrales...

—Cielos, ¡qué precisión al definir!

—Os ruego que conduzcáis sin deteneros: debo llegar a casa de abueli antes que esa fiera. Por estúpida e inexperta que parezca, está provista naturalmente de garras demoledoras y trinchantes colmillos. Aunque... frenad, buen hombre: tal vez su avanzada edad haya roído las armas naturales de que hablábamos... En efecto: fijaos. Más parece un vulgar conejo que un lobo al que temer. 

—No salgo de mi asombro. ¿Es acaso vuestra sabiduría ilimitada?

—No lo habéis de saber, cuando tampoco yo lo sé. Avanzad de nuevo, taxista ejemplar: hemos de llegar antes de que se ponga el sol.

—No se hable más.

—Eso será un consuelo preciadísimo... Pero... ¡perdonad por tercera vez mi torpeza y poco comedimiento!

—Es disculpable en toda ocasión, ángel divino...

—Si es por persona tan dulce y bondadosa como vos, gentilhombre, a quien cada vez admiro más. Parad. Es aquí.

—¿Qué castillo es aqueste, gentil dama?

—Vos mismo veis que no se trata de tal, sino de vulgar tasca...

—¿Vive vuestra abueli en un bar?

—Así es... No sin pesar os lo confieso: me inquieta vuestra sorpresa, taxista: ¿acaso no me habéis enseñado con vuestra recia y bondadosa conducta a no dejarme llevar por las efímeras y engañadizas apariencias? Ved vos mismo y considerad que no es rudo ni despreciable, como con error pensaba, todo el que gana el pan para sus hijos a bordo de un automóvil taxi... ¡Cuánto menos ha de importar el aspecto del lugar de cobijo!

—¿Será ésta vuestra postrer lección viva de prudencia en el decir y en el hacer? ¡Cuánta ciencia hay en vos, niña sin par!

—Mis ignorancias tendré, mas la que hora me invade es el modo de salir del taxi, puesto que el mecanismo de apertura del mismo no funciona.

—Debo ser yo quien apriete este botón de aquí...

—Hacedlo raudo, gentilhombre, que la compota de manzana sigue en su punto...

—Sed vos dichosa toda la vida.

—Así lo haré... Amén.

—Aleluya.

Y descendió la grácil Caperucita Roja del taxi, para al fin llegar al lugar en que su abuela, impaciente ya, esperaba la inminente llegada de su hermosísima y acicalada nieta diezañera.

El final de la historia es, por conocido de todos, molesto de contar, así que más conviene dejar aquí la narración y no molestar al agradecido y paciente lector.



(Aquí, el libro que contiene ese cuento)


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