Todo... ¿¡para solo esto?!

Eso me vino a susurrar uno de los chicos que cantaba en el coro. Fue ayer mismo. Era en una misa de un acto académico. Acabábamos de cantar la primera canción. Lo cierto es que me pilló fuera de juego y no le respondí: solo le dije que volviera a su sitio. Pero me dejó pensando. ¿Tenía razón: tantas horas de ensayo (pocas, la verdad) para solo medio minuto de canción introductoria? 
Me pareció que estaba notando lo que siempre ocurre ante la belleza genuina: que esperaba mucho más, que se le había ido demasiado deprisa el placer de oír la armonía de la música. 
Lo fugaz de la belleza nos deja deseándola más y mejor: tendemos a la Belleza misma, a Dios. Es un deseo que no tiene nada de egoísta o ruin. Es un anhelo tranquilo, que da a su vez tranquilidad. La música amansa a las bestias. Generar belleza a través de ella es un cometido fascinante. Y si se trata de música sacra, todavía más. Es todo un servicio a la oración de los demás. Que se dice pronto. 

Quiero añadir dos cosas más, porque suman. 
Primera, un mensaje que —¿casualmente?, ¡qué va!— me ha enviado esta mañana un antiguo alumno del colegio y que cantó en el mismo coro de bachillerato. Un audio del Ave Verum de Mozart que estaba escuchando en misa en aquel momento, acompañado de un mensaje de texto formidablemente corto: "qué ganas de volver a estar en un coro". Le he dicho que se una a uno. O lo cree. El año que viene, ha respondido: va de cráneo. Doy fe. 

Segundo, un vídeo que explica mucho mejor que estas pobres líneas la importancia de cantar en un coro. John Rutter, compositor y director inglés de renombre. Es breve y no tiene desperdicio.






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